sábado, 31 de diciembre de 2011

Argumento en mi defensa (por Gloria Elena Hoyos Muñoz)

Estoy elaborando mi defensa ante los jueces. Ardua labor, si se tiene en cuenta que debo convencerlos de que no maté a mis contertulios la noche de aquel dos de noviembre, que se trataba de un juego de la imaginación y que, tristemente, ellos tuvieron que retirarse.
El tema es un tanto complicado, ya que estoy buscando argumentos en la esencia misma del juego, que no es un simple juego, es nuestra realidad difícil de explicar y es por eso que tengo que escribirlo y grabarlo, y encontrar la mejor forma de ser fiel a los hechos sin confundir.
Empezaré por proponer al jurado que piense en la tremenda relación que tienen los simples hechos que suceden en el mundo real, con la complejidad del mundo imaginario de los números. Estando inmersos en el finito racional y el infinito ficticio que cada uno tenga en su mente, será más fácil guiarlos a hacia la esquina poco visitada de la lógica y sus dimensiones.
Si logro que lleguen a este estado, tendré su atención en el foco correcto y, por ende, la seguridad de ser bien entendido e interpretado. Mi argumento empezará ubicando la “existencia” dentro del abstracto concepto que Gottfried Leibniz diera del número imaginario cuando en su momento, cuatro siglos atrás, lo definiera como “una especie de anfibio entre el ser y la nada”, siendo para mi caso la existencia el ser y la no-existencia la nada.
Quiero que este concepto quede presente en sus mentes mientras procedo a narrar los hechos, ya que estos deben ser escuchados y analizados con plena consciencia de la realidad vivida y la realidad imaginada.
Hace unos días nos reunimos con algunos amigos alrededor de un vino, jazz de fondo y una deliciosa picada; ya pasadas varias botellas, uno de ellos intentaba exponer, con gran dificultad, la necesidad del desprendimiento material absoluto, dado que habíamos llegado a la postrimería de nuestra humana existencia y que pronto el planeta estrellado y dividido en burdas porciones, haría parte de la inmensidad del espacio en forma de pedazos de nada flotando sin órbita, convertidos en estorbo para la foto espacial. Otro interpeló contradiciendo lo que definió como un argumento baladí, justificado solo por el consumo etílico, que ya se hacía notar a esas horas de la madrugada. Según este último, todo se reduce a una ecuación de física elemental, pero que en épocas de pocos pensadores matemáticos y filósofos, la gente del común tiende a interpretaciones de toda índole. Entonces la espiral se puede abrir tanto como teorías físicas, ambientales, sociales o religiosas tengamos a mano; podemos pensar en un final fatal en forma de hambruna mundial, escasez de alimentos como protesta de la Pacha Mama por tantos años de mal trato e inclemencia y, en ese caso él estaba de acuerdo con que ella, la Tierra, se estaba demorando en pasar la cuenta de cobro.
Mi intervención se refirió a otras reflexiones que tienen que ver con la lógica que donde hay algo, hay ausencia de su opuesto, de ese modo si existe el planeta Tierra debe existir la ausencia del mismo, que es el temor de los humanos, de los cuales por analogía podemos también deducir que la existencia del ser humano presupone la ausencia del mismo, a lo que he dado en llamar el humano imaginario, teoría que fue plenamente comprobada esa noche con la desaparición de mis contertulios, que es de lo que se trata el juego y que es finalmente el argumento en mi defensa.
De hecho, si ustedes desaparecen, mueren o se evaporan, en ese momento dejan de estar, dejan de ser; entonces, ¿cómo explicar su existencia? Solo sería posible en un mundo paralelo imaginario. Los amigos con los que compartía aquella irrevocable noche de picada, jazz y vino, son imaginarios, cobraron vida solo porque yo les permití salir de mi mente. Ellos tienen personalidad, sostienen sus propios argumentos que a veces compartimos y discutimos. Nos divertimos y al cabo de una espléndida noche bohemia los envío a su puro y excelso estado inicial: la Nada en mi imaginación, donde permanecen hasta la próxima tertulia, de pronto los mismos o con otros personajes reales o imaginarios, nunca se sabe; la diferencia es frágil, ni yo mismo sé si estoy atrapado en la mente de mi hacedor o si preparo la defensa de uno de mis números imaginarios que se ha escapado a la realidad.
De cualquier forma, en esa dinámica del juego, el hecho mismo de existir o no, hace parte de la imaginación de quienes estuvieron aquella noche, de los jueces y de ustedes, los lectores, quienes espero que estén de acuerdo en el absurdo que sería condenarme por asesinar a alguien que no existe.

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Sobre la autora:
Gloria Elena Hoyos. Nací en San Agustín, Huila, en 1965, y en 1983 vine a Bogotá para realizar mis estudios universitarios. Soy Ingeniera Industrial de la Universidad de América (1989), especializada en Gerencia de Negocios Internacionales de la Universidad Jorge Tadeo Lozano (1996). Luego de una larga temporada de experiencias, la andariega que guardo dentro me puso a viajar interrumpiendo con frecuencia las labores profesionales. Viví más de cinco años fuera del país, lo cual ha sumado en mi experiencia de vida a la hora de escribir. Desde hace algunos años empecé a compartir mi tiempo entre mi profesión y mi vocación literaria, que reúne una colección de más de una treintena de cuentos inéditos. Hago parte de grupos de lectura y escritura. Soy egresada del Taller de Escritores de la Universidad Central de Bogotá, TEUC (2009), y curso el nivel avanzado en el Club de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Actualmente soy Gerente del Festival de Cine y Video de San Agustín y Coordinadora de los Seminarios de apreciación cinematográfica “Ver y Leer el Cine” ofrecidos por la Corporación Gaita Viva de la cual soy miembro fundador. Con el cuento “La muerte del tío Gabriel” quedé entre los 12 finalistas del concurso 30 años del Taller de Escritores de la Universidad Central TEUC, 2011, que próximamente será editado. El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Cuaderno 2011", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

viernes, 30 de diciembre de 2011

Mala suerte (por Claudia Carrión)

Después de notar que yo estaba simultáneamente feliz y lúcido, una conjunción no solo rara sino imposible, ella también quiso sentir lo mismo… se acercó a mí en silencio, y de pronto estaba perdido en los ojos verdes de aquella mujer intentando recordar dónde había visto esa mirada; pero lo único que pude recordar fue el día en que me convertí en el devorador de corazones.

Aquella tarde lluviosa de alcohol y perica cuando ella encontró el valor para decirme que me dejaba por mi mejor amigo, me empecé a sentir extraño. Al principio, pensé que era el efecto de la droga, siempre me sentía perseguido y paranoico, pero esta vez fue diferente: un gran dolor se apoderó de mí y de repente nada, ni ira, ni angustia, ni odio, ni temor; únicamente vacío, el vacío de caer y caer sin tocar fondo… Pasó algún tiempo antes de darme cuenta de que mi corazón ya no estaba allí.
Días y noches en meditación con mi cuerpo silencioso y carente de pulso me sirvieron para descubrir que todos los que me rodeaban habían arrancado una pequeña parte de mi corazón. Con su abandono, sus burlas, su desprecio, con hacerme desear cosas que nunca tendré; hasta con su felicidad, todos habían destrozado mi corazón hasta no dejar nada. Dejé de estar con los demás, pues en mis ojos podían percibir el vacío inquietante y no podían evitar sentirse incómodos. Abandoné el trabajo en aquella tienda de discos, dejé mi apartamento, mis libros y mi guitarra, gran amiga y confidente. Sólo tuve el impulso de guardar en el bolsillo la navaja que alguna vez había encontrado en un bar y entonces me dediqué a vagar por toda la ciudad. Ya no sentía ni hambre, ni frio, ni vergüenza, ni amor, ni pasión, ni odio, ni felicidad; era como un fantasma o una parte más del asfalto frío y duro. En cierta medida estaba cómodo con mi suerte, pero ese sentimiento de vacío en el pecho me atormentaba y quería poder llenar ese espacio de alguna manera.
Una noche, recostado en un prado del Parque Nacional, inerte e insignificante vi pasar a una mujer; caminaba algo nerviosa, no se percató de mi presencia. De repente, un impulso animal se apoderó de mí y con un ágil movimiento fui tras ella y la sujeté por la espalda. Su cuerpo suave y frágil entre mis brazos fue como la llama de la vela que se intenta atrapar, esquiva y vacilante. Sin embargo el impulso de su sangre en las venas y el latir desaforado de su corazón, me hicieron sentir el vacío en mi pecho, y con gran ansiedad saqué la navaja de mi bolsillo y la deslicé por su garganta. El aroma a miel y flores que se desprendía de su sangre, me dominó por completo; la euforia y el éxtasis, emociones raras e inusuales en mí desde hacía mucho tiempo, me embriagaban… En ese momento comprendí lo que debía hacer para llenar el vacío.
Tomé de nuevo mi navaja y como Niccolo Paganini tocando su violín, empecé a sacar notas exquisitas de música y aroma del cuerpo de esa mujer hasta encontrar su corazón. Ese corazón, caliente, jugoso y aun latiendo, viajó por mi garganta pedazo a pedazo y se alojó en mi pecho, algo nuevamente ocupaba ese lugar.
Iluminado por este impulso decidí recuperar los pedazos de corazón destrozado por tantos seres que había amado y que me habían despreciado. Y, así, cada cierto tiempo salía a buscar corazones, cada vez me resultaba más sencillo: cortar, saborear, comer el placer, la felicidad, el gozo. Y con el corazón ya casi completo la vi a ella y a sus extraños ojos verdes. Había algo en ella que me generaba una sensación desconcertante, familiar y peligrosa; pero su sonrisa me despejaba la mente y hacía que mi corazón remendado latiera fuerte.
No tuve secretos ni reservas con ella, le conté sobre mi vacío, sobre mi tarea como devorador de corazones y cómo me sentía feliz y realizado al cortar, saborear y tragar. En ese momento los extraños ojos verdes se iluminaron –Llévame contigo, quiero acompañarte, me dijo.
Así que fuimos al Parque Nacional y resguardados bajo la noche esperamos un corazón en la oscuridad. Llegó la oportunidad, yo alcanzaba a saborear la sangre de miel y flores cuando ella, después de notar lo feliz y lúcido que estaba, sacó su propio cuchillo lo deslizó por mi garganta y, entonces, dulce miel roja con olor de flores y música de violín se derramó por el suelo del parque…
Y finalmente reconocí esa sensación de vacío tan familiar que percibía en aquellos ojos verdes.

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Sobre la autora:
Claudia Carrión. Nació en Bogotá en 1987. Estudiante de Lenguas Extranjeras en la Universidad Pedagógica Nacional, Claudia dedica su vida a la lectura y escritura de todas aquellas historias extrañas que la gente tenga para contar. Sus autores favoritos son Julio Cortázar, Oscar Wilde, Edgar Allan Poe, Pedro Gómez Valderrama y Haruki Murakami. Realizó el Taller de Creación de Cuento en Luziérnaga Café Libro en 2010. El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

jueves, 29 de diciembre de 2011

Luna de miel (por Graciela Guarín Avellaneda)

Agosto 27 de 1.970.
Ansioso, no esperó mi arribo hasta el altar, y me arrebató del brazo de mi amiga Eva, y temblaba y sudaba.
–Creí que no ibas a cumplirme, ¡preciosa!
A mí me pareció la mejor prueba de su amor. Tenía 14 años.
Terminada la ceremonia religiosa, me sorprendió. ¡Mi amor, el puerto nos espera para nuestra luna de miel!
Media hora después, abordábamos un bus rumbo a Girardot.
Linda, te voy a amar toda la vida, hasta más allá de la muerte. Y, a lo largo del camino, en cada curva a la derecha, deliberadamente me oprimía contra las varillas laterales de la silla del bus, me besaba en la mejilla, y en cada curva a la izquierda me jalaba y decía exigente, sosténgame que me voy a caer, y después al oído: te amo. De repente me tomó con brusquedad por la cabeza, puso su boca en la mía y al tiempo que me besaba, me maltrataba la nuca, y me decía, te amo, te amo, no me mire, voltéate contra el vidrio, ven para acá, ¿no le he dicho que no me mire?, abrázame, y cuando lo iba a abrazar me jaló de los brazos con violencia, así, fuerte o, ¿no me amas?, me ocasionó dolor, córrase que me está acosando, me besó las orejas y enseguida me las mordió con saña. En una parada en Melgar compró galguerías; esperé las compartiera conmigo, pero mirándome a la cara se las comió con avidez. Cuando terminó, echó los talegos y la servilleta sucia entre el bolsillo de de mi falda y me cantó al oído: Toda una vida, estaría contigo… Así hasta Girardot, no me dio la mano para descender del bus y no me ayudó con el equipaje como había visto a mi padre hacerlo con mi madre. Ya en el parque aledaño al hotel de baja categoría a donde me llevó, me miro a los ojos y, juro, el día que me faltes, me mato. Aunque no comprendía lo que ocurría, empecé a sentir temor.
Desconcertada, atravesé el umbral de la habitación. Mentalmente, me encomendé a Dios y a la Virgen. Tiró su maleta al piso, unió las dos camas sencillas de malla y se desvistió. Y yo, que había asociado luna de miel a piscina, baile, coca-cola y nada de oficio, y que nunca había visto a un hombre desnudo, me encerré asustada en el baño y puse el pasador. Ábreme mi cielo, y golpeaba suave; abra, ¡maldita sea! y golpeaba fuerte; sal, cielito, y golpeaba suave; ¡que salga! le ordeno, y golpeaba con furia. A mí las manos me sudaban, sentí calores y escalofríos, un nudo en la boca del estómago y le imploraba un milagro a la Virgen. Líbrame de este hombre virgencita, te lo ruego. Y el sudor me perló la frente. De pronto reinó el silencio y mi angustia creció.
–Mi amor, ya me calmé, sal, te lo ruego, te juro por mis padres que están en el cielo que no te voy a tocar, hasta cuando tú quieras, quince días, un mes, seis, lo que sea. Sal, que yo ya me vestí. ¿Qué te parece si en cambio, vamos a bailar?
–Bueno.
Salí del baño y me lo encontré de frente, desnudo y burlón. Instintivamente retrocedí, me acorraló contra la pared del fondo del baño, me levantó la cara con sadismo, ¿cuál es su vaina? Estamos casados, cumpla con su deber. Ah, ya, no es virgen, ¿verdad maldita? ¡Responda, carajo!, y de un empujón me sacó del baño. Quise hablarle pero no pude, sentía la lengua como anestesiada, me tiró sobre la cama, ajá, ¿con qué no es virgen? Me desgarró con brutalidad, ahogó mis gritos con una almohada, y mientras yo debí parecer una muerta viva, él durmió a pierna suelta.
Perdóname mi amor, dijo cuando se despertó. Soy un bruto, un salvaje. Y, me miró con dulzura, me limpió el llanto con delicadeza, me acarició el cabello y me dijo muchas veces: te amo, te adoro, yo sin ti no puedo vivir, y la confusión aumentaba mi angustia. Ahora, el pudor por compartir la cama con un hombre se me había evaporado. Mi temor era ese ser raro, de reacciones extremas. Cuando lo miraba, me encontraba casi simultáneamente con unos ojos tristes, rasgados por el dolor, y otros, amenazadores, llenos de odio; una boca de labios finos implorando perdón, otra que atropelladamente escupía resentimientos; un lenguaje fino que me tuteaba, otro áspero cargado de improperios. De repente, me abrazó con ternura, recorrió mi cuello con besos y me prometió una y otra vez: no volverá a ocurrir mi vida, y me conmovió su llanto.
Entonces, cuando empezaban a desvanecerse mis miedos, me volteó sobre la cama y volvió a abusarme. ¡Carajo!, dijo, me estoy cansando de sus güevonaditas. Otra vez me dio la espalda y se durmió. Yo, exhausta de cuerpo, lloraba en silencio, y vencida de espíritu, miraba al vacío.
Unos veinte minutos después, un hombre atemorizado como el asesino que no quiso matar, con los pudores éticos exacerbados, con los ojos del niño indefenso que clama protección, postrado de rodillas me rogaba: no me vayas a dejar amorcito, no resistiría la vida sin ti. Y lloraba y me miraba: tú eres lo único que tengo en la vida, soy un hombre solo, solo, mi amor. Ay, jueputa, dígame que me ama; y como me demoré en decirlo, me golpeó hasta dejarme inconsciente.
Cuando volví de mi inconsciencia, en un cuarto húmedo de hospital pobre, un médico y una enfermera me asistían. Entonces, con el ojo que pude abrir, lo vi. Lloraba, gemía, rezaba: Diosito, por favor…
Se agachó y del piso alzó el más exótico ramo de flores. Con permiso, Doctor.
¡Son para ti mi reina!

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Sobre la autora:
Graciela Guarín Avellaneda, educadora Bogotana, docente universitaria. Incursiona con éxito en el campo literario en el año 2001, con la publicación del libro “Viví en chile bajo la dictadura de Pinochet”. En 2.002 firma contrato con la editorial La Buganville de España para internacionalizar ésta obra. En el 2002 su cuento “Miradas” fue seleccionado para estar presente en la recopilación “Taller Adentro”. En el 2.006, publica su primera novela larga “El terrorista que acabó el planeta”, catalogada por la crítica como una obra de alto contenido político-social. Hace parte del Taller de escritores de la Universidad Central desde el año 2.000.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

La niña de papel (por Diana Paola Castillo)

Anoche me convertí en un sapo, era grande y baboso, saltaba muy alto, pero era fofo y pesado. Vi que se aproximó una nube y me alegré porque con las nubes siempre llega el agua, pero la verdad no fue nada agradable. Las gotas escurrían por mi piel en lugar de penetrarla, no me volvía frágil, al contrario, la piel se entumecía por el frío y esa sensación babosa se hacía cada vez más babosa. No sabía en dónde meterme para escapar de esa nube que a pesar de ser tan hermosa no era tan amable como yo pensaba. Decidí entonces esperar hasta que escampara, igual sabía que cuando saliera el sol, yo me iba a acostar en el pasto con la barriga hacia arriba para secarme. Éste siempre ha sido uno de mis momentos favoritos, creo que lo único mejor que eso es pararme después y escuchar cómo crujo. Pero esta vez, como era un sapo, me puse pegachenta y me dio mucha sed; y cuando me paré, en lugar de un crujido escuché un croac. Un croac durísimo que me hizo aterrizar. Entonces me levanté y le dije a mi mamá lo que había soñado, y le mostré cómo en las letras de mi vestido se podía leer todo lo que había sucedido. Ella me miro muy raro y me dijo: “Alístate que hoy vamos a celebrar tu cumpleaños”. Pero para mí, hoy no es el mejor día del año, porque ya llevo un año con mis ojos, mis orejas, mi nariz y mi boca y me ha costado mucho acostumbrarme a ellos, sin embargo, cada año, el día de mi cumpleaños vuelven y me los cambian.
El año pasado recuerdo que mis ojos tenían un brillito con forma de media luna, y de resto eran negros, profundos. Y cuando cumplí años, resultó que tenían un toquecito de azul y no me gustó. Puede ser que hoy me pongan de nuevo unos negros con una media luna muy blanca que los haga brillar. A mi amigo Carlos, le han ido encrespando el pelo, cuando lo conocí lo tenía liso y ahora parece que tuviera una esponja en la cabeza.

Con Carlos nos gusta ir a caminar por la colina que está detrás de la casa, porque bien arriba hay un árbol que tiene unas barbas muy largas que le cuelgan y las raíces son gruesas y fuertes. Se nota que le gusta estar mucho en ese lugar porque es de esos árboles que nunca se mueven. Sólo mueve sus barbas con el viento. Al árbol a diferencia mía, no le gusta que llueva, porque la barba se le pone muy pesada con el agua y varias veces se le ha caído de a pedacitos.
Nos quedamos un rato hablando con el árbol, él nos cuenta historias de cuando el mundo era joven y me encanta cuando me habla y dice mi nombre: “Claudia”, con esa voz ronca y estruendosa. Después esperamos a que las corrientes de aire nos levanten y, así, volamos hasta llegar abajo nuevamente.
Recuerdo el primer día en que mi papá me trajo a este mismo lugar para enseñarme a volar. Me encantó el aire caliente en mi pecho, pero no me gustó tanto la arruga que quedó en mí frente a causa de la caída. Lo peor es que tuve que esperar hasta mi cumpleaños para que me cambiaran la frente y me dieran una nueva, sin arrugas.

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Sobre la autora:
Diana Paola Castillo, soy Artista Plástica de la Universidad de los Andes, con estudios en Animación y Dibujo de la Universidad Javeriana de Bogotá y la Universidad Nacional de Colombia, respectivamente. He participado con mis trabajos de pintura, dibujo y video en diferentes espacios de divulgación artística en Colombia como el II y III Festival Internacional de Cine para Niños de Bogotá, en el VIII Festival Internacional de la Imagen de Manizales, el III Salón de Arte Jóven del Club El Nogal de Bogotá, entre otros. Sin embargo pienso que el artista es artista por su esencia y lo más valioso es cultivar el arte desde adentro y madurarlo para poder compartirlo, y, así, contribuir a la sociedad a la que pertenecemos. El arte determina mi existencia, la manera en que percibo el mundo y cómo me desenvuelvo en él; soy una soñadora nocturna, bailarina de danza árabe, con una gran pasión por la docencia y gracias a los talleres de Cuento y de Creación de Personajes de Luziérnaga Café Libro, he podido experimentar mi creatividad a través de la escritura. Mi sitio web es www.dianacastillopintayanima.com y mi blog es espiritupeludo.blogspot.com El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

martes, 27 de diciembre de 2011

Rosario La Boyaca (por Álvaro Rodríguez Lugo)

Otra de las personas, a quien yo convencí de aceptar: ¡salario de millón y medio y transporte hasta Bucaramanga!, fue Rosario “La boyaca”, mujer de sesenta años, nacida en la vereda de El Alisal, municipio de Tuta en el departamento de Boyacá. ¡De ahí su apodo!

Según me contó, cuando la convencí, pensando yo en que su decisión de aceptar sería la redención de tantos sufrimientos padecidos desde los dieciocho años, cuando siendo gravísimo pecado el hablar de sexo, así fuese entre madre e hija, se dejó inocentemente seducir por un vecino de quien sólo recordaba el nombre: Bernardo, y eso debido al de Bernardita, con el que bautizó a la hija, producto de una sola relación, veloz, y tan fugaz, que aseguraba no haber sentido, ni dolor, ni placer, ni sensación alguna que indicara la pérdida de su virginidad, pues el insignificante sangrado de la rotura, lo tomó como si se le hubiese adelantado la visita, el mes, ó, el período, palabras que con sigilo y recato había pronunciado su madre, enrojeciendo de vergüenza, cuando a Rosario de catorce años, le llegó un desangre que resbalaba por sus piernas de manera libre y sin preocupación alguna de la muchacha. Su madre, quien lo notó, la puso al tanto de que lo sucedido no era cosa de todos los días, y sin atreverse a decirle, por temor a cometer pecado, que se trataba de la natural menstruación, menstruo, ó, regla, le ordenó lavarse la entrepierna y de inmediato, cambiarse los calzones que le cubrían sus muslos hasta casi un jeme, bajo su intimidad, fregotear los sucios con jabón, y ponerse estopa en su pudoroso fondo.

Ante lo que creyó un adelanto de la visita, Rosario “La boyaca” actuó del mismo modo, como le enseñara su madre sin disimular su repulsión y hasta con un recrimine de asco, cinco años atrás, cuando su primera menstruación y como lo hacía cuando le llegaba la visita: se lavó su desflorada entraña, se colocó un trozo de estopa y temerosa de consultar a su progenitora del porqué el período no volvía a cumplir su cita mensual, tomando las nauseas como malestar estomacal, sin parar mientes al crecimiento de su barriga y de sus senos, una noche, a los nueve meses exactos, no estando presente su mamá, sus ayayayes alertaron a los tres hermanos mayores y a su padre.

Los cuatro machos, en lugar de prestarle atenciones y cuidados, la emprendieron contra ella, en una imparable serie de inquisidoras preguntas, plenas de imprecaciones, maldiciones e improperios, interrogándola sin cesar, acerca del cómo, el dónde, el cuándo y el quién era el padre, mientras ella sin chistar, con naturalidad animal, cortaba el cordón umbilical, sacaba de su interior los residuos de placenta, limpiaba con agua y una tela de lana sus fondillos, sus muslos y a su hija, protegiéndola del frio sin que nadie le hubiese enseñado el hacerlo, con un raído cobertor de su cama. Su padre, tomando su total silencio, como un irrespeto e insolencia para con él y sus hermanos, que se agregaban al pecado mortal cometido, deshonra de la familia por el escándalo, al amanecer del día siguiente, le entregó un billete de cincuenta pesos y la echó de casa prohibiéndole volver.

Rosario “La boyaca”, salió de la enorme finca de su padre, sin un lamento, sin un llanto, sin decir nada, como si un misterioso y recóndito espíritu invisible, la hubiese alertado de la imperiosa necesidad maternal de cuidar y proteger a su hija. Ella diría luego que había sido la Virgen de Chiquinquirá, a quien también atribuía el milagro de guiarlas y guardarlas, ilesas en su errar por las veredas del Hato, La Hacienda, y Rio de Piedras y ser recibida sin pagar, en el tren que salía de la Estación Cómbita, en ese tiempo sólo un edificio y no el pueblo en que se convertiría, conformado por familiares, amigos y compinches de los reclusos, de la enorme penitenciaría que guardaría a los más peligrosos asesinos.

El ferrocarril salía de allí y llegaba a la Estación de la Sabana, en la Capital del País, donde Rosario “La boyaca”, con todavía veinte pesos de la plata que, como total recurso, le diera su padre para que desapareciese de su vista, se bajó del tren, para trabajar primero como doméstica, durante varios años, y en muchos lugares, pues la echaban del empleo, bien a causa de los berrinches ó, por los insignificantes daños que causaba Bernardita, su hija, en sus gateares, o en sus tambaleantes primeros pasos. Otras veces porque Rosario, evitando en todo lo posible salir de casa, ni aún en domingos o días festivos, para no ceder a tentaciones de gastar cuanto peso podía ahorrar de sus salarios, creando desconfianzas del porqué una sirvienta se entregaba de tal manera a su trabajo. Además, lista y voluntariosa siempre, para toda actividad física del lavar, planchar, cargar, trapear pisos, limpiar paredes y ventanas, labores que, sumadas a sus ayunos, le mantenían una figura corporal que, agregada a la belleza nativa, fresca y sonriente de su rostro, producía en muchas de las señoras que la emplearon una envidia, rayana en los celos, debido a que las comodidades y los ocios que tenían éstas, ganaban, convertidas en peso y flacidez de sus carnes, a los calores húmedos y secos de los baños turcos, de los saunas y a los masajes que recibían, venciendo hasta los duros ejercicios que practicaban algunas en gimnasios y máquinas, para adelgazar sus obesidades, haciendo extensivos esos celos al trato que sus esposos, maridos, o cónyuges daban a La boyaca, pues si alguna recelaba, erradamente, pues desde su gran experiencia, el tema de hombres, compañeros, novios o amantes, no era algo que le preocupara, casi siempre resultaba despedida sin reconocerle beneficio alguno.

En el último de sus trabajos como criada, su patrona, descubriendo que La boyaca, guardaba sus ya notables ahorros debajo del colchón de su cama, se apropió de la totalidad. Empeñó unas joyas que tenía y denunció un robo, por el cual, Rosario fue encarcelada durante cinco años, en el Buen Pastor, donde, aun cuando allí existía un lugar especial para los hijos menores de las reclusas, no le permitieron guardar a su hija, pues por esos días declararon la mayoría de edad a los dieciocho, y no a los veintiuno, debiendo aceptar el rigor de una dolorosa despedida de quien por años se había sacrificado. Bernardita, debido al celo de su madre para que se educara y supiera enfrentar sus futuros con sabiduría, se casaría muy pronto con un acomodado venezolano que la llevaría a vivir al vecino país sin dar muestra nunca de agradecimiento hacia su madre. De nuevo, la milagrosa Virgen, decía Rosario, le impidió tomar una determinación fatal como la que le aconsejaban sus compañeras, extraviadas entre los humos de marihuanas y de bazucos.

Salido que hubo de la cárcel, solitaria y habiendo conseguido trabajo en una cafetería, donde algo de cocina practicaba, el dueño del lugar, prendado de ella, la llevó al altar. La enseñó y luego le permitió administrar el negocio durante casi diez años. Le dejó un hijo de doce, cuando en una requisa del lugar, agentes del DAS, enterados de sus antecedentes penales, la culparon de expender drogas a clientes que en realidad la compraban ellos mismos. Al protestar Fernando, su marido, de manera violenta por el abuso que cometían, fue detenido y asesinado en la cárcel, según los guardianes por vendettas entre mafiosos. Le fueron confiscados todos sus bienes, entre ellos la cafetería, quedando Rosario “La boyaca” sin recurso alguno, durante veinte años más, en los que trabajó como aseadora de cafeterías, cafés y restaurantes, de donde de nuevo era echada por no reciprocar las palmadas en las nalgas y las descaradas caricias en los senos que le proporcionaban sus patrones y clientes, hasta cuando en confusos hechos, su hijo Roberto, mocetón de dieciocho años, reaccionó violentamente, contra uno de ellos exigiendo respeto para con su madre, por lo cual, fue detenido y enviado a la cárcel Modelo.

Rosario “La boyaca” vivió en Soacha, desde ahí hasta sus sesenta años, recogiendo cartones y desperdicios para el recicle, en medio del lumpen miserable de desplazados por los paramilitares, de gentes echadas del barrio Santa Inés de Bogotá, en donde sobre la calle del Cartucho, el cemento del Parque Tercer Milenio, sus bolardos y alguno que otro arbolito, quedarían como objeto de admiración para turistas y habitantes, sin acordarse, como yo no he podido olvidar, que, pagado por Marcial, un oficial del ejército, logré convencer a Rosario “La boyaca” y a más treinta de los desdichados, infelices, y desventurados en la barriada más miserable de Soacha, para que aceptaran un millón y medio de pesos de salario, transporte pagado, por trabajos a realizar en la Ciudad de los Parques, donde en realidad serían masacrados, como vine a enterarme, vestidos de guerrilleros terroristas, con un fusil y un machete a su lado, para así, los victimarios lograr, reconocimientos y recompensas, en dinero y ascensos, por la labor cumplida de aumentar el número de muertos, pertenecientes a la subversión armada.

Desde cuando me enteré de los horripilantes y espeluznantes objetivos de mi labor, que inocentemente desarrollaba convencido de servir, abriéndoles un mejor futuro a los miserables del lumpen más bajo de la estratificación social de mi país, he decidido tener una nueva cita con Marcial. En un descuido lo desarmaré y con el culpable y doloroso recuerdo de Rosario “La boyaca”, montaré su pistola y…

¡Me suicidaré de remordimiento!

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Sobre el autor:
Álvaro Rodríguez Lugo (Bogotá, 1939).

lunes, 26 de diciembre de 2011

Blancanieves y el Joe (por Mario Froilán Reyes Becerra)

–(¡Joe, vení, mirá!)
El trole va y viene raudo (¡los va a atropellar!), junto a los Ford Mustang y algunos taxis. El atolladero, al cruzar la carrera diecisiete, aumenta nuestra ansiedad observando a la viejita. En la acera opuesta ella ha hecho varios intentos de cruzar la vía (¡la va a atropellar!). ¡Se hace tarde, marica! ¿Las seis? Deberíamos pasar y ayudar a la señora… Pero ha dejado de amagar y contempla, derrotada, la casa, con ansias de regresar (¡uf, casi me pilla!) ¡Aquí, ya, vamos güevón!, grita Jorge Ernesto, mi hermano menor, con cierta sorna que señala a las claras que soy más lento que la veterana. (¡Qué lentos!) Un colectivo pasa rozando nuestras narices y detiene nuestro intento. ¡Tiene huevo, esta no es ruta para busetas!, grita Jorge Ernesto. El chofer saca el brazo izquierdo por la ventanilla mostrando la engrasada mano convertida, tras los repliegues de cuatro de sus dedos, en una insultante pistola social y se larga (¡ja, ja, ja!).
–(¡Joe, vení, mirá!)
¡Bruja amargada, qui´hubo del mandado! Una mujer negra vocifera contra la señora que no ha podido cruzar la calzada. (Un matrimonio africano esclavo de un español). Insistimos en franquear nuestro destino y lo logramos. Estamos al otro lado. La anciana desea pasar pero dos troles se lo impiden. (Él le daba muy mal trato y a su negra le pegó). Nos acercamos a ella y nos sonríe, presagiando el próximo grito de la morenaza, mientras ésta asea el jardín con un rastrillo metálico en la única casa que, a esta hora, no ha encendido las luces. La afrodescendiente mide dos metros y se asemeja a un poste con su farola fundida. (Y fue allí, se rebeló el negro como venganza por su amor). Oscurece en Bogotá. ¡Ahora sí; se juntaron el hambre con las ganas de comer! ¡Decídase! ¡Que la pasen estos dos enanos! Mi hermano y yo levantamos la cabeza, confundidos, conduciendo a la anciana al lugar donde comenzó esta historia. El trole va y viene raudo (¡los va a atropellar!), así como los Ford Mustang y algunos taxis. El atolladero al cruzar la carrera diecisiete aumenta nuestra intranquilidad y el silencio atormentado de nuestra impotencia. La indignidad total, nada decimos, solo sentimos. De todas formas estamos perdidos.
–(¡Joe, vení, mirá!)
La silueta de la inmensa mujer persiste en insultos, encabritada desde el jardín en sombras. Por instantes me olvido de la tenue luminosidad de la calle y la penumbra de la casa me estremece. El ambiente siniestro se acentúa con cada grito de la negra y por momentos me acobardo. La regresión inminente ante el estrujón de mi hermano me trae de nuevo a la carrera diecisiete alejando la pesadilla, resuelta con un ímpetu que desconozco. Quiero acercarme, insultarla, abofetearla, pero la mirada y la respiración decidida de Jorge Ernesto me lo impiden. (Y aún se escucha en la verja, no le pegue a la negra). Lo único que me resta es seguirlo, pero cómo, si vuelve el atolladero. Más carros. Y dos bicicletas deportivas. La fijación en un solo objetivo es el principio del éxito. Pasamos, incólumes. Llegamos, decididos. La anciana bruja ha desaparecido como por arte de magia. La hemos salvado de la arbitraria mujer que, empecinada en pelear, la toma ahora con otros dos niños que pasan frente al jardín. ¡Caminen enanos, sirvan de algo, bonitas horas de estar en la calle! ¡Culicagados insolentes! Ellos corren, despavoridos, como queriendo desaparecer, enseñándole a la gritona sus asustadas miradas que, al cruzar con las mías, advierten que mi hermano y yo estamos metidos en un lío fenomenal (Y aún se escucha en la verja, no le pegue a la negra). Caminamos por la acera hacia la casa de la negra furiosa quien trata de desenredar el rastrillo metálico en una madeja de raíces de pasto. Huele a tierra húmeda y césped recién cortado. La respiración de Jorge Ernesto trepida. Es un sonido penetrante, mantenido, que me alborota la adrenalina. El berrinche de la morena continúa. Hemos quedado solos los tres y el trancón vehicular reaparece, a la espera de la resolución de la incógnita que el mismo cielo parece haber enviado para perfeccionar un entorno oscuro y misterioso.
–(¡Joe, vení, mirá!)
Ya frente a ella, Jorge Ernesto pronunció secamente el insultante ¡Hola!, ¿qué le pasa, Blancanieves? acentuando el nombre hasta convertirlo en estigmático atropello racial. Increíble. Intempestivo, por lo menos para mí. Los ojos encandilados de Blancanieves, cual rayos laser, perforan nuestras mentes produciendo un vertiginoso estatismo y un temor reverencial que nos eriza la piel de los brazos y la nuca. El rastrillo metálico vuela brillante hacia nuestras humanidades, pero la histeria de Blancanieves y la agilidad recuperada de nuestros menudos cuerpos convierten el peligroso proyectil en un total desatino que va a dar contra el parabrisas de un Mercedes Benz último modelo, del cual baja un elegante joven, príncipe de las tinieblas, quien sin mediar palabra alguna, soportado en un armatoste de cuerpo más grande que el de la negra, y luciendo una chaqueta de cuero negro que hace juego con unas botas texanas y una melena bien cuidada, bracea un bate de béisbol que en minutos convierte los vidrios de las ventanas de la casa en un montón de cristales que, brillantes, estropean el hacendoso trajín de Blancanieves. Regresa al auto, impregna de vaho el parabrisas y pasa el puño de la chaqueta, dejando el vidrio limpio. En el momento en que Blancanieves se incorpora del césped, la mira. Rabioso, sube al Mercedes y se larga. Ella le da prioridad al arreglo de los crespos y a la limpieza del delantal.
–(¡Joe, vení, mirá!)
Los espacios dejados por los vidrios nos permiten ver dentro de la casa un espejo mágico que cubre toda la pared de la sala-comedor, iluminado por las bombillas de los postes de la calle y las farolas de los autos. Frente al espejo se encuentra un negro músico, ciego de amor por su raza, que interpreta tonadas rebeldes impregnadas de rabia y de esperanza, que al golpear el cristal se devuelven, cual eco, convertidas en notas musicales coloridas y melancólicas. Estas notas retumban incesantes en la mente de Blancanieves y le ordenan a la negra desquitarse de cuatrocientos y tantos años de ignominia, sin que ella pueda evitarlo.
Ahí, a la vuelta, en un viejo parqueadero, fuimos a dar pronto, encontrándonos con los otros dos niños que asustados nos preguntaron por la sombra gritona. Nunca supimos el nombre del príncipe salvador, pero nos alegramos de haber escuchado cantar al Joe.

...

Sobre el autor:
Mario Froilán Reyes Becerra (Duitama, Boyacá, 1956). Abogado (Universidad Externado de Colombia); Especialista en Derecho Laboral (Universidad Javeriana). Se desempeña en el área de Seguros Generales. La Universidad Central publicó: “Recuerdo de mi última comunión”, como resultado del concurso nacional de cuento 2008. Finalista en el concurso de cuento de la Alcaldía de Paipa en el año 2009 con el cuento “Presentimiento”. Dos de sus microrrelatos: “Desplazamiento” y “Buen título” fueron publicados en el libro “Los comprimidos memorables del siglo XXI”, una antología seleccionada con ocasión del VI Congreso Internacional de Minificción. Finalista en el Concurso Nacional de Cuento para estudiantes y egresados del TEUC, el pregrado de Creación Literaria y la Especialización en Creación Narrativa, 2011, con el cuento “ Un puno al nobel”. Autor del libro de cuentos costumbristas “Un loco sin cadenas. Los conversatorios del Loco Reyes”, publicado en 2007. Columnista del periódico “El Otro” de Duitama. Participó en el Taller de Escritores de la Universidad Central de Colombia (en el segundo semestre del 2007), en el Taller de Cuento de la Fundación Fahrenheit 451 y en el de Crónica de la misma Fundación (2011). El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

domingo, 25 de diciembre de 2011

Flash, té flash (por Alex González)

(Fragmentos del relato Amores para pragmáticos)

Hoy mis palabras parecían mudas, la inspiración corta y los sueños grandes. Para empezar me regalé un par de sonrisas y ambientaba un buen jazz. Ritmos cortos, nada novedoso, mucho ruido; los negros eran grandes músicos.
Cortos viajes por el arte daban cuenta de lo no fabricado. Roguemos por los ausentes del talento y por los que no conocen la estética. Cada monosílabo para un amor, cada tono para un pensamiento. Creo que desde ahora escribiré así, es más divertido.
Rimbo dicotombo, rimbombante; chafa, chapetones, ¿chafetonía? Quién conoció a Elvira la pintora, o a Ema su emperatriz. Rimbo dicotombo escuchaba de esa canción que no entendía, y recordaba a la madre de Elvira la actriz, Ema la cómplice, y Clara su amante.
Letras, no hay letras, ritmos sin ritmo, lugares sin vida, vidas sin espacios, espacios sin elementos, elementos fraccionados. Fracciones de segundo, pero aún mejor de lugar. Elementos que me enseñaron a modificar. Una canica en la mitad de la galería, una cisterna en medio de la autopista, ¿eso es revolucionar?
Enfrentar al miedo, enfrentar al arte. Mi amigo el historiador me comprendía. Donde manda el arte es porque se escapó el hombre. Las llaves las conserva él, y hay muy pocos cerrajeros. Rimbo dicotombo, rimbombante, volví a escuchar, no creo que esté loco.
A mi inherente y terco deseo de escapar con quien se lleva las llaves, le sumo que no creo en eso que le llaman alegría, ¿Dónde está esa fulana disfrazada? Quiero que me cuente un par de bromas. Rimbo dicotombo, rimbombante, creo que me estoy empezando a divertir.

Ladrillo
Los despiadados deseos del nuevo día no se hicieron presentes.
¡Son tan pocas las cosas que sabemos con certeza! Hoy quise preguntarle al viento, ¿Qué es azul?, ¿Qué es rojo? y, ¿qué es amarillo?, entre nosotros, el verde no me gusta y no por asuntos de pasión.
Empecemos a realizar una actividad. Si hoy te pregunto lo que el necio viento me respondería con silencio, me dirías mucho. Pero ¿qué es blanco? Corríamos tras un balón con un par de chicos, no quiero creer que sólo escribo locuras. Tampoco puedo creer que las leas. Tampoco puedo creer que me entiendas. Me sigo divirtiendo. La palabra anterior suena algo cómica, pero todo esto es un abrebocas para algo que les quiero contar. Soy poco gracioso.
Amores para pragmáticos, es como patinar solo sobre el hielo. Es un té frío, una guitarra sin cuerdas. Es algo que cada andante siente, pero no quiere expresar. No les mentiré, quizá les tomaré del pelo, quizá sólo intente persuadirlos en mi buen recurso como periodista.
Amores para pragmáticos son esos intentos de prender la hoguera sin leña. Mi madre me advirtió sobre esto, y a pesar de ser tan joven aún sigo con el intento de vivir. Puedo comprar mucha lana, pero éste suéter no se cose solo. Ser frío me gusta, pero si es para darte un consejo. Ser frío me gusta si de ser humano no se trata. Ser frío me gusta si sé que es amar, y no entiendo el por qué hacerlo. Ser frío es saber que existen imposibles.

Del presente
Le quise decir a mi amigo el puma unas palabras cortas que mejor consignaré en este desordenado texto. No me interesa si quien lo lea lo entiende, o le encuentra una razón lógica. Cada quien lee lo que quiere.
Les contaré algo pero advierto, alteraré los personajes, los lugares, el tiempo y el espacio —ojalá me escuchara Einstein— para no producir sentimientos adversos a lo inocuo.

Amores prohibidos
Cartas llegaban a mi puerta cada día, mujer romántica, mujer que amaba el arte. Lo que siempre busqué se presentó ante mí, Tic tac, hacía mi corazón antes de conocerla.
Siempre que veía sus ilustres murales, pensaba qué habría dentro de ella —no era un médico para saberlo ni para realizarle un diagnóstico, un TAC o una radiografía—, pero conservaba el deseo de entrar en su vida.
Un día, dejé caer la Sexta, cuando la Cuarta y la Quinta refunfuñaban —mi madre dijo que ya lo hacía bien—. Empero, el sonido se eternizó en ese alguien que al escucharlo merodeando por su mural quiso devolvérmelo. Golpeó a mi puerta, y me dijo: —Esto sólo puede ser suyo—. La miré aterrado, y pregunté: —¿Cómo supo usted tal cosa? —Es bello—, no agregó nada más y se fue.
Respondí con agravios su cumplido. Le visité en la vieja galería Cuarenta y hablé bien a unos amigos sobre ella. Supe su nombre porque estaba instalado en uno de sus murales con cierta timidez. La busqué por algunos medios y efectivamente estaba allí.
De sus cuadros dependía mi estabilidad, su gusto entró en mí y causó malestar. Malestar para el pragmático solitario se podría revelar en un efecto de la náusea y dar remedio a un caso ciego.

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Sobre el autor:
Álex Gonzales Jiménez. Soñador y periodista. Asiste al Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde 2010. El fragmento aquí publicado hace parte de la antología "Cuaderno 2011", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

sábado, 24 de diciembre de 2011

A dos días de camino (por Nubia Pérez)

(Fragmento de la novela La última morada)

caía la tarde y una línea rojiza bordeaba la tímida loma de la vereda vecina. quizá era tiempo de salir y echar a correr (¿pero a dónde?), o de esperar un golpe en la puerta y un par de balazos. decidió que era mejor acampar donde ellos habían estado la noche anterior, finalmente el lugar más seguro para él era donde el enemigo ya había permanecido antes.
el campamento no estaba lejos de allí: escondido entre pajonales una circunferencia desdibujada en el suelo señalaba su última morada.
“es cuestión de tiempo” le habían dicho en la oficina de Bogotá. “el tiempo era cuestión de ellos”, pensaba él. hacía unos días había ido a la ciudad para entrevistar a R, un viejo conocido de la casa Delmonte pero no había obtenido nada, excepto la mirada fija de un hombre que le aseguró, sin más, que lo mejor que podía hacer era esperar.
mientras oscurecía, hacía un recuento de los laberintos que lo habían llevado hasta allí: su pasantía, un buen trabajo, escribir en una revista importante. el punto estaba en que no había hecho ninguna de las tres cosas, escasamente sacaba adelante una pasantía rastrera y llena de elementos inconexos más que el ansiado artículo laureado que le permitiría acceder a una beca en el exterior. con todo y el desánimo que le llenaba el cieso, estaba dispuesto a continuar.
las estrellas brillaban como reflejos viejos, era hora de dormir.
un catálogo casi nuevo se paseaba por las manos del joven, el librillo describía toda serie de elementos: zapatos, camisas, ropa interior, un corta uñas. Lo había encontrado en la casa Delmonte, una vieja construcción que había sido su morada durante un buen tiempo.
fue en una tarde de agosto, en su segundo viaje a esa casa, que descubrió disimulados entre los butacos llenos de polvo y de periódicos viejos una “novena a la sagrada familia” y el catálogo que ahora hojeaba. se trataba de una revista detallada de los elementos personales de cadáveres encontrados en fosas comunes, encerrada en un óvalo tembloroso la imagen de la novena aparecía señalada en una de sus hojas.
hacía tres años la publicación de ese tipo de documentos se había vuelto común, especialmente luego de que muchos acusados declararan los sitios donde habían enterrado a sus muertos, cuando la justicia se volvió un popurrí de evidencias y NN huérfanos.
fue por ese entonces que el inició su trabajo como reportero y archivista, su deber consistía en organizar las fotos que la revista había decidido no publicar o que tenían algún defecto. cajas apiladas de registros fotográficos borrosos o muy oscuros sobresalían en su pequeño despacho. ahora recordaba la reiterada frase de su mentor “estas fotos que ves no existen, son la evidencia perdida de los crímenes que nadie ha visto”. tal vez por eso el había decidido buscar las fotos que hacían falta de uno de los escaparates del despacho, o tal vez fuera porque su mentor, igual que las fotos, había desaparecido.
a más de dos días de camino, acampar en el mismo sitio no era una opción. a veces mientras detallaba insistentemente la novena y su fotografía en la revista, el movimiento brusco de algún arbusto cercano le recordaban que no lo habían dejado solo. como él, otros iban detrás de la pista: el vacío del desvencijado escaparate en el antiguo despacho.

Nota: La ausencia de mayúsculas se debe a una decisión de autoría. N. del E.

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Sobre la autora:
Nubia Pérez, 1989. Considera que la universidad le quita tiempo a (otras) cosas importantes y le gustan los cubos de papel. Asiste desde 2010 al Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño y tiene un blog desde 2008. http://ciruel-a.blogspot.com/ El fragmento aquí publicado hace parte de la antología "Cuaderno 2011", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

viernes, 23 de diciembre de 2011

El caminante (por Sergio Daniel Vargas Muñoz)

Le llegaban las seis de la tarde y caminaba hasta donde le amanecía. Dormía todo el día, y ahí, donde lo cogía la brisa mañanera se acostaba. Algunos días pedía posada en fincas o casuchas que encontraba en su andar y, en agradecimiento, pagaba con frutas exóticas, carne de monte o algún remedio de yerbas. A las otras seis de la tarde se levanta a caminar, y caminaba toda la noche. Cuando al tiempo, en algún lugar de sus pasos…
―Lázaro ―lo llamaron con un grito prolongado y paciente.
Sin prestar mucha atención, y pensando que aquel llamado era sólo su imaginación y producto de su soledad, siguió caminando.
―Lázaro ―volvió a escuchar el llamado. Venía tras él. Inmediatamente lo volvió a escuchar adelante y al instante sobre un árbol. Cada vez más fuerte, más cercano. Siempre se manifestó prolongado.
―Lázaro ―esta vez sintió el aliento en su oreja. Frunció el seño y volteo su mirada por encima del hombro. Esperaba ver algo más que el húmedo colchón de hojas en descomposición y la radiante luna. Pero ahí sólo estaba el viento silbando que iba y venía mecido en las plantas. Como si nada hubiera sentido ni oído siguió caminado. Se acercaba a un claro en el bosque, en donde el centro está marcado por un trío de árboles inmensos muy cerca uno de los otros, ahí la luz de la luna jugueteaba con figuras espectrales. Se dispuso a caminar hasta tal lugar sin alguna razón en especial, sólo se sintió incitado por la vibración que sentía venir de los árboles. Ya cobijado por las sombras del trío de peregrinos, volteo su mirada por donde había llegado y vio un ser que se acercaba gateando desde la espesura del monte. Tocaba su cara contra la tierra como persiguiendo un rastro. Cogía hojas y ramas con sus peludas manos para olerlas y saborearlas. Ante esto, Lázaro se subió a uno de los tres árboles, hasta lo más alto, lo más alto que pudo. Ahora podía reconocerlo un poco, al menos tenía la certeza de que era una mujer. Ella se acerco a rastras, hasta que llego al tallo del árbol. Lo rodeó varias veces. Lo olió y apoyándose en él se erguió en dos patas y volteó su mirada hacia arriba.
―¡Ah! Allá estás, no Lázaro ―le gritó viéndolo fijo a los ojos―. Entonces, metió una mano entre su costado y sacó una costilla. Con su propio hueso, plateado como la luna, le dio hachazos al árbol hasta tumbarlo. El talar, de la mujer sudorienta e inquieta, retumbaba en los nervios de las aves, que sin importar; diurnas o nocturnas, todas echaron a volar. Luego se dispersó el aire y todo quedó en completa quietud. Apenas el árbol traqueó para caer, Lázaro saltó al segundo de los tres árboles. Cuando este retumbó en el suelo, la mujer dio un brinco y cayó sobre el tronco, echó varios lengüetazos donde Lázaro estuvo parado, pero no lo encontró. Volteo su mirada al otro árbol y dijo:
―¡Ah! Allá estás no Lázaro.
Cuando cayó el segundo, la mujer corrió y lamió el lugar en el que Lázaro estuvo parado, pero no lo encontró. Entonces vio el tercer árbol y le dijo:
―¡Ah! allá estás no Lázaro.
Una vez más, metió su mano flaca y peluda en los sacos de hojas y lama. sacó su costilla y cuando el árbol empezó a caer, cantó un gallo.
―Anda, y agradece Lázaro que cantó ese gallo ―gritaba furiosa, como si hubieran blasfemado de ella―, la noche no se hizo para los hombres, sino para los espíritus.
Y como entre flotando y saltando se sumergió en la maleza.
Cuando el árbol terminó de caer, Lázaro apenas se levantó y, con el corazón y la cabeza martillando, se fue como pudo. A las muchas horas de camino llegó a una casa en la que cayó privado del cansancio. Al otro día se despertó, contó la historia de lo que le había sucedido esa noche, pero nadie le creyó. Entonces, pidió que lo acompañaran al lugar donde le había tocado por primera vez detener su caminata nocturna, para que ellos mismo vieran las chambas de los árboles cortados con una costilla. Y así fue, Lázaro y dos hombres más, caminaron y caminaron. Por primera vez caminó de día. Pero no encontraron más rastros que los de Lázaro. Los tres árboles estaban intactos, sin ninguna señal de haber sido golpeados.

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Sobre el autor:
Sergio Daniel Vargas Muñoz. Nací en el mes de marzo en 1991, en unas tierras fuertemente azotadas por la guerra intestina colombiana; Florencia, Caquetá. En estas tierra, mi tierra, estudié primaria y bachillerato, de ello rescato haber conocido algunas personas de las que he aprendido bastante, también haber aprendido a leer y escribir, y por supuesto haber conocido y sentirme parte de la amazonia colombiana. De resto mi paso por el colegio fue una perdida de tiempo. Poco a poco alimenté mi apetito por la lectura y la escritura, apetito que se ha sosegado con la literatura fantástica. En el 2010 entré a estudiar Literatura en la Universidad Autónoma de Colombia, actualmente tengo 20 años y mis pretensiones se enfocan hacía el arte de escribir y leer.

jueves, 22 de diciembre de 2011

1969 (por Mauricio Vargas Herrera)

—¡Mamá, mamá! —La niña corrió a los brazos de su madre—. Son alienígenas, ¿verdad? —preguntó en medio de sollozos.
—Tranquila, amor —dijo la madre acunándola en sus brazos—. Ya pasará.
Pero apenas comenzaba. Cuando se supo de la llegada de aquellos dos seres blancos, se desató el terror en la colonia. Las cámaras exteriores los registraron y trasmitieron todo por la televisión. Eran horribles, con su único y enorme ojo de cristal negro que resplandecía a la luz lejana del sol. Caminaban con lentitud inspeccionando la superficie.
Resguardados en sus hogares, sólo esperaban a que los visitantes pusieran su bandera, dejaran su huella y se marcharan para nunca regresar.
En la Tierra, los humanos deseaban todo lo contrario.

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Sobre el autor:
Mauricio Vargas Herrera nació en Cali en 1992, aunque reside en Bogotá hace ocho años. Aficionado a la literatura fantástica, escribe sus historias tratando de emplear los elementos de nuestra cultura en un género poco explorado en el país. Defensor de la literatura popular como método para atraer a nuevos lectores y amante de las "lecturas de presidiario", como le gusta denominar a los libros gordos. Participa en varios sitios web dedicados a la literatura fantástica: El blog Historias en el piso trece y la página de Facebook El edén de los Novelistas Brutos. También administra un blog, Friki Mortis, dedicado a la literatura de terror, y participa eventualmente con algunas reseñas en arboldetintalibros blog. Actualmente cursa cuarto semestre de Estudios Literarios en la Universidad Autónoma de Colombia.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Conversación corta sobre la taxonomía de un reloj (por Bambi)

La última vez que me encontré con un árbol parlante, me sorprendí mucho; primero, porque me tomó por sorpresa y, segundo, porque pensaba que las veces anteriores, que me había ocurrido, se había tratado de una alucinación debido a mi psicosis ya diagnosticada.
Él hablaba en el antiguo idioma de los árboles, siempre parecido a las campanitas de los carros de helado que recorren la ciudad vendiendo paletas con sabores indescifrables.
Tuvimos una conversación corta, si al cruce de dos argumentos se le puede llamar conversación. Él explicaba, hasta el cansancio, porqué los relojes, taxonómicamente, no pueden pertenecer a la familia de los platelmintos a pesar de dar la hora. Estaba seguro de que tenían que hacer parte de la familia de los orangutanes, ya que a la hora de pronunciar la h no lo hacen. Es para nada necesaria. Explicaba que se refería más a la forma que a la actividad.
Yo le contesté, con gran amabilidad, que no estaba de acuerdo. Razonablemente, si de taxonomía estábamos hablando, era claro que el reloj pertenecería a la familia de las máquinas simples por su forma, y a la de la ciencia ficción por su actividad. Todo eso sin conocer muy bien el significado de la palabra taxonomía.
El árbol parecía enfurecido luego de mi respuesta. No dijo nada más, no sé si por haberle llevado la contraria o por mi terrible y amalgamada pronunciación: “Tilín tilíin tolón”.

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Sobre la autora:
Mónica Bernal, más conocida en el Planeta Tierra como Bambi e interplanetariamente como B.A.M.V.I, es cosmonauta, traficante interplanetaria y fuerte exponente en el área de la imaginación y viajes espaciales. Se desempeña como aprendiz de humano con relativamente amplio conocimiento de la física del infinito, de la magia y de las lenguas perdidas de los objetos. Escribe, juega, pinta, modela, moldea, imagina, viaja, crea, recrea y vuela. Jefe único y Capitán reconocido de la flota espacial Himallineishon. Participó en el Taller de Creación de Personajes en Luziérnaga Café Libro en 2010. El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

martes, 20 de diciembre de 2011

Leyes de la naturaleza (de los cuerpos) - (por Junior Adilson Pantoja Montoya)

De la misma forma he pretendido alcanzar tu cuerpo
U orbitarlo como si los espacios dejaran de ser la energía negativa
Que los constituye; renunciando a su origen cosmológico.
He lanzado gritos vikingos para obligar la retirada de la oscuridad que te cubre
Aguardando la llegada del ocaso para regocijarme en la victoria.
Entre constelaciones hemos representado el designio de los dioses
Transformando la materia en energía, inventando el fuego.
El augurio, sin embargo, estaba escrito. Bajo mi sed tu cuerpo existe.

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Sobre el autor:
Junior Adilson Pantoja Montoya nació y reside en la ciudad de Palmira, Valle. 22 años. Estudiante de décimo semestre de Licenciatura en Literatura de la Universidad del Valle. Le apasiona escuchar, bailar y estudiar la salsa; como también, la lectura de los autores colombianos y latinoamericanos. Es la poesía su principal medio de escritura. Ha publicado el poemario Desnudando el silencio (2006, Poemia, su casa Editorial).

lunes, 19 de diciembre de 2011

Recuerdos premonitorios (por Isabel Cristina Arenas)

Hoy es lunes, hoy pasa la basura.
No me gusta recordar; borro fotos, boto objetos, porque no me gusta tener nada físico que me haga sentir nostalgia, con el presente basta. Sólo una vez tuve recuerdos materiales y se vinieron abajo, literalmente.
Eso fue el viernes pasado, una mujer kamikaze de Al Qaida acabó en menos de dos horas con la Torre Eiffel. La noticia la supe por Ricardo, mi mejor amigo que vive en Francia y que esperaba mi visita este diciembre. Yo iba subiendo por el ascensor de mi edificio cuando recibí su llamada, me contó que había visto desde la ventana de su estudio cómo se iba cayendo la torre por pedazos. Tan pronto colgué, abrí mi apartamento, cogí el cuadro, la torre y el separador de libro, los puse en una bolsa negra, me regresé por el pasillo y los mandé por el chute de la basura desde el sexto piso.
Mientras la bolsa caía, borré con rabia el teléfono de Ricardo. Crack, sonaron los cristales del cuadro en el fondo del túnel. Todos mis recuerdos de París los había creado en un viaje a Nueva York. Todos mis ahorros iban a ser para ver la torre de verdad este fin de año. Pero rompí una promesa sobre guardar recuerdos que me había hecho a los 25 años, cuando se murió mi papá. Su casa estaba llena de cosas: miles de fotos con letreros detrás, botellas vacías de algún perfume, hormas de zapatos de todos los tamaños, guitarras sin cuerdas, flores secas, libretas de teléfonos, relojes parados y hasta mechones de pelo; cosas que le quitaron espacio para vivir, las ganas de viajar y que, en últimas, lo mataron de tristeza.

A las 5 de la tarde pasa la basura.
El cuadro, ¡cómo me gustaba! Había visto la imagen por primera vez en la clase de artes en la universidad, la mejor clase de toda mi carrera de ingeniería. Mi profesora proyectaba con filminas las obras que estudiábamos en el momento. Recuerdo que estaba recogiendo algo del piso y cuando me levanté vi toda la pared amarilla, cerré un poco los ojos para enfocar y otros colores formaron un gato, un marco y una torre que me hicieron entrar en París en un solo segundo. El cuadro era París por la ventana, de Chagall.
Dos años después de guardar esa imagen en la colección de recuerdos mentales (que por inevitables son los únicos que tolero), hice un viaje de tres días a Nueva York. El único objetivo de ese fin de semana era ver de frente el cuadro de Chagall, así que el primer día dejé la maleta botada en la cama del hotel, pregunté cómo llegar a Manhattan, tomé el New Jersey Transit, después el metro y llegué al Guggenheim. No encontré mi carné de estudiante y tuve que pagar los 18 dólares de la entrada. Con un papel-guía en la mano subí corriendo las escaleras y vi al Violinista Verde, después un reflejo amarillo me hizo voltear hacia atrás; era la imagen de Paris vista desde más de diez ventanas en menos de un segundo, con colores más brillantes y diez veces, otra vez diez veces más grande de la que había visto reflejada en la pared del salón de clases dos años atrás. No pude evitar comprar una postal con la imagen a la salida del museo, la misma que hasta el viernes pasado tenía enmarcada en el centro de la pared blanca de la sala de mi apartamento.
Al otro día (sábado) salí de la Quinta, el hotel en donde me estaba quedando, y me fui para Chinatown a caminar, a ver letreros de todos los colores y a comer landután o ramdután, no le entendí bien al vendedor, que es una frutica con cara de erizo de mar muy roja que siempre hay en los mercados callejeros. Y por ahí, entre colgantes para la suerte, bambús enrollados y señores que escriben el nombre de los turistas en chino, encontré una torrecita de París de unos diez centímetros de alto que valía 50 centavos. Era casi regalada porque le hacía falta un pedazo de la punta. Me dio tanta tristeza pensar en lo geográficamente perdida que estaba, desde cualquier punto de vista, que saqué dos monedas y me la llevé. Al fin y al cabo no era un recuerdo de Chinatown ni de Nueva York, era una obra de caridad que después puse como único adorno en mi biblioteca.
En mi tercer y último día tenía tantos lugares por conocer que me tomó todo el recorrido desde el Liberty hasta la Estación Central para decidirme. Pensé en la Estatua de la Libertad, en lo que fueron las Torres Gemelas, en el Empire State y hasta en el zoológico del Central Park, pero por ese tema de evitar recuerdos me decidí por Little Italy. Comí en uno de los restaurantes que invaden las calles, caminé entre las ventas callejeras de llaveros y postales de Marlon Brando, mientras oía la eterna banda sonora de El Padrino; y, en una caja casi sobre el piso, encontré un separador de libro en que la punta de la Torre Eiffel se doblaba para apartar la hoja de turno. Costaba sólo 30 centavos y, así como la torrecita que compré en Chinatown, también parecía perdido entre tantas copas, ceniceros, encendedores, lapiceros y banderas de Italia.
Esa noche cuando llegué al hotel, guardé la postal, la torre sin punta y el separador dentro de mi maleta, tomé un bus hasta el Liberty que quedaba a menos de 10 cuadras de mi hotel y en la madrugada, al llegar a Bogotá, puse los únicos adornos de mi apartamento que tuve hasta el viernes pasado.
Fueron tres días en Nueva York y tres recuerdos de París. Ahora tengo que regresar, ya pasó la basura.

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Sobre la autora:
Isabel Cristina Arenas. Escritora colombiana (Bucaramanga, 1980). Finalista del I Concurso de Cuento Corto Álvaro Cepeda Samudio de Sic Editorial (2005). Participó en el Taller de Creación de Cuento Luziérnaga Café Libro (2010) y en el Taller de Escrituras Creativas Ciudad de Bogotá (2011). El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011). Blog personal: www.elhermafroditadormido.com

domingo, 18 de diciembre de 2011

Mi noche se ha rehusado (por Nixon Candela Pineda)

(Fragmento de la novela Lección en la penumbra)

La mayoría de mis conocidos afirmaron que yo maté a mi cuñado, el recordado Anemiao. Familiares y amigos cercanos me miraron con desprecio luego de esos comentarios. Ciertos personajes de mi narrativa saben que debo darles muerte, pese a la empatía que hayamos podido lograr. Sin embargo, hay otros personajes a los que por haberles tenido tanto amor, me cuesta trabajo despedir.
Los extraños correos electrónicos que he venido recibiendo por parte de un misterioso navegante, intuyo que pueden ser de Diana. Luego de la más reciente conversación que tuvimos, pienso que ella, en la distancia, sólo me recuerda para culparme por la muerte de su hermano. En fin… (Bostezos)… Qué sueño tengo… (Zzzz)…

* * *

Llena de prejuicios
Temes a aquello que te escribo.
¿Acaso un adulto colibrí
puede causar daño a la rosa abotonada?
La madurez de la flor da cuanto tiene que dar.
La aurora despierta intensamente
sin temor al ardor del día.
Mía es la experiencia
expuesta al arma de tu perversa candidez.
¿Qué sería de tu primavera
si no naciera en mi invierno?

* * *

El canto de un gallo acaba de despertarme. Estiro mis brazos y bostezo para desperezarme. Empiezo a recordar que cuando Anemiao me presentó a su hermana fui presa de su encantadora sonrisa. Al verla tan alegre recurrí afanosamente a algunos chistes que yo conocía. También improvisé otros, intentando darle a cada uno un toque personal, para que todo lo que dijera sonara como si fueran anécdotas propias.
—¡Qué bobo eres! —me decía, y soltaba a la vez su preciosa risotada que provocaba en mí todo tipo de ilusiones. Sin embargo, nuestra diferencia de edades siempre había sido, desde su punto de vista, un obstáculo para el amor. Alguna vez aceptó tener una relación conmigo, pero sólo gracias a la previa solidaridad de su hermano tartamudo. Tiempo después comenzó a verme con temor. Mi perspectiva de la vida, de los seres y de las cosas la asustaron —mucho más al leerle algo de los escritores que me agradan—.
Mi recordado Anemiao me contó antes de morir que él había estudiado literatura en la Universidad Nacional de Colombia, y culpó su tartamudeo de haber mantenido atada también su voz literaria. Impaciente me manifestó su gusto exagerado por la novela negra, los cuentos policíacos y de terror. Cuando trabajó conmigo en la mina de Coscuez me recomendó que cuando quisiera combatir el aburrimiento volviera a Bogotá, para descubrir así la posibilidad de sana interacción y reflexión en alguno de los muchos talleres literarios que la capital ofrece. Pienso que me hizo esta recomendación al soslayar mi capacidad para fantasear y plasmar con credibilidad desvaríos y perversiones.
—Usted va a ser más malo que yo —me repetía una y otra vez con su intermitente voz de tartamudo, en tanto me iba entrenando y me enseñaba ciertos libros, gracias a los cuales adquirí algo más que las armas de la literatura…
Cada vez que me encontraba con su hermana, ella recriminaba mi ausencia en el sepelio de su hermano.
—Usted es culpable de su muerte y ni siquiera fue a su entierro —me decía—. Eso hace que para mí cobren fuerza los rumores de la gente. En el pueblo era mucho el respeto que le tenían y no creo que algún paisano se hubiera atrevido a matarlo. Sólo usted conocía al dedillo cómo hacerlo con facilidad. ¿O me lo va a negar?
—Sé cómo ocurrió todo eso. Pero no me culpe sin antes escucharme —le dije—. Lo que le voy a contar es importante, pero por favor no me pregunte cómo lo supe. Simplemente me enteré por sus propias palabras tiempo atrás, eso es todo. Un día antes de su muerte él visitó la finca de su mamá para despedirse de ella. Le confesó la gran cantidad de crímenes cometidos y también que ese mismo sábado mataría a una persona más, por su voluntad, por el solo ánimo de completar a su haber una suma de cuarenta y nueve asesinados. Simplemente quería alcanzar esa suma, sus extrañas razones usted tampoco las comprendería:
«Al completar esa cifra, llegará alguien de confianza y me matará. Madre: ya no siento euforia al matar. Sin esa adrenalina, ya no tengo motivos para vivir», me dijo alguna vez que en esas mismas palabras se lo diría a su mamá posteriormente. Estoy seguro que la visita a su madre un día antes de morir fue para eso, tal como se lo estoy contando.
—¡Vea, pues! Su convicción acerca de esos hechos me asombra, pero la verdad, me deja con muchas dudas. ¿Por qué tiene esa información si no estuvo en el sepelio de mi hermano y aparte de eso, días después del sepelio tampoco lo han visto por aquí? ¿Por qué se ausentó entonces?
Desde ese día fueron escasos mis encuentros con ella. Pasaban varios meses para que casualmente volviéramos a vernos. La última vez que nos encontramos me dejó claro que no quería saber nada de mí:
—Lo único que ahora me gusta de usted —me dijo—, es que me mira directamente a los ojos. No sé por qué antes no lo había hecho. ¿Acaso en verdad me quería?
Entonces se despidió de mí, dejándome su figura y su misterio como mi más compleja pregunta. Un arco iris marcó su diálogo cada vez para mí. La noche no quiere hablarme de ella desde entonces.

...

Sobre el autor:
Nixon Candela Pineda. Boyacense evadido de la zona esmeraldífera para perderse tras la veta de la literatura. Novelista y cuentista, amante de la poesía. Asistió al Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre 2006 y 2010. El fragmento aquí publicado hace parte de la antología "Cuaderno 2011", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

Fragmento del libro de cuento Idilios (por Karen González)

Beatriz:
Un beso apasionado y ninguna otra cosa más, esa debe ser la definición real de amor, esa necesidad e interés, esa completa sinceridad…
A mí no me molesta que beses a otros hombres o que los acaricies porque sé que esas caricias son mecánicas, como pasos establecidos que te has impuesto para tu trabajo. Escribiéndote esto recuerdo la primera vez que entré a tu alcoba y me propinaste como bienvenida un beso en la boca totalmente apasionado. Yo me quedé callado y estático mientras tú, siguiendo la rutina, deslizabas la mano por mi pecho hasta bajar y ponerme tus dedos largos sobre la bragueta, completamente dispuesta y segura de lo que provocarías en mi. Todos tus movimientos vacíos de pudor y consumidos por la pasión, me enamoraron.
Amo de ti esa necesidad de pasión, esa dependencia que sientes por el cuerpo. Me fascina que al hacer el amor siempre quieras que te observen con desenfreno y locura, y que te hagan sentir como la única imagen o acto posible. Yo adoro verte y adoro esa facilidad que tienes para lograr que la razón abandone el cuerpo.
Ayer me pediste que te diera un beso todos los días antes de empezar tu trabajo. Dijiste que me amarías si yo cumplía con ese simple acto que para ti significa un todo, y escribiéndote quiero hacerte entender que jamás me negaría a darte esa sincera muestra de amor. Estoy dispuesto a llenarte de besos y que puedas ser feliz durante las largas y frías horas que soportas en las noches, que cada caricia sea entregada a quien debas y que siempre salgas victoriosa ante la deprimente razón.

Te quiero, y desde la semana que viene te visitaré y te daré los besos que necesites.
Att.,

Rodrigo


Cada palabra escrita por mi padre en esa carta me permitió encontrar un sentimiento que pensé estaba muerto, debido a que la palabra amor, para mí, significaba vacuidad. Después de leerla, el amor había dejado de ser una palabra insulsa y fría para convertirse en hechos, movimientos y pensamientos representados por una única mujer.
Aunque no tenía fecha, la carta me pareció reciente, y conociendo a mi padre también deduje que aunque la amaba y era la primera vez que le escribía, no lo convertiría en una costumbre, porque la carta era únicamente para hacerle saber que el beso que ella pedía se convertiría en una realidad infinita. Ese acto en especial, esa valoración de parte de Beatriz a los detalles pequeños, esa hermosa explicación que tenía para el amor, una definición desinteresada, simplemente apasionada, me ayudó a dibujarla con facilidad a pesar de mi inmensa ignorancia, y en la negrura de un vacío imaginario observé unos ojos sin forma y un color de iris cambiante. Con inútil concentración intenté darle un rostro, pero lo único que había logrado era fijar una mirada penetrante, atrayente y peligrosa que sin duda le pertenecía. Y allí, completamente cautivado por esa mirada, empecé a sentir sus dedos delgados con uñas largas sobre mi jean áspero. La sensación se iba haciendo más fuerte, hasta que de repente desapareció. Sin conocerla, entonces, comencé a extrañarla.
Desde ese día la idea de darle un beso a Beatriz palpitaba fuerte en mi corazón. Sabía que durante el primer beso que me diera, mientras mordiera mi labio inferior con sus dientes, yo al fin sentiría dentro de mí el amor, abandonaría por completo aquellas falsas razones que antes lo explicaban y se convertiría en la grandeza de una sensación.
Se incrementó con los días mi obsesión por conocerla, y llegada la semana que mi padre prometía visitarla, empecé a poner más atención a cada una de las salidas que él hacía. Al comienzo la persecución era aburrida y empezaba a sentir que perdía el tiempo detrás de mi protector. Muchos días me di por vencido y me iba a la casa luego de unas horas, pero al día siguiente el recuerdo de la carta me impulsaba a levantarme temprano y seguir los monótonos movimientos de mi padre.
Luego de una semana de minucioso seguimiento descubrí la hora en que mi padre la visitaba y la besaba: era a las seis de la tarde, cuando en un intercambio de horarios él terminaba su día laborioso y ella apenas lo comenzaba. Di buen crédito a mi padre por escoger esa hora, indicada para permitir el cruce de dos personas que divergían en espacio y temporalidad. Me pareció perfecto y poético aquel encuentro, un instante largo que constaba de un movimiento, una reacción, un único sentir y ninguna interrupción.
Un jueves lo perseguí sin necesidad, pues ya sabía la hora de la visita. Ese día sentí celos profundos de mi padre: él la abrazó y la beso tan apasionadamente que, sin poder dejarlo ir, lo invitó al interior de una vieja edificación y le permitió ser su primer cliente. Me hubiera encantado verla en acción con otros hombres, pero con mi padre me parecía algo repugnante, así que les di las espalda y me fui para mi casa.
En la sala de la casa lo esperé, hacía muchos años no lo veía cuando llegaba, pero esta vez me interesaba encontrar su rostro contento después de estar con ella. Y ocurrió así, él metió la llave en la cerradura de la puerta y entró a la casa con un aura completamente poderosa. Esa energía pertenecía a ella, sonreía mientras se quitaba los zapatos, e ignorándome, se encerró en su habitación. Aquella mueca de felicidad dibujada en su rostro terminó por convencerme de que lo que mejor podía hacer en la vida era encontrarme con esa mujer y demostrarle que yo también la amaba, aun sin conocerla. Saqué de un sobre algunos ahorros que tenia, conté el dinero y lo guardé en mi maleta. Me fui a dormir y esperé ansioso que acabara la noche, para al día siguiente salir a verla.
Desperté sin creer que podría presentarme ante ella. Desayuné apenas escuché que mi padre salió de la casa, la verdad no hubiera sido capaz de mirarlo a los ojos. No salí en toda la tarde, me dedique a escuchar música y a alistarme para el encuentro con Beatriz.
A las cinco cogí el bus, y mirando el reloj rogaba para que ese día mi padre y ella no tuvieran tiempo de acariciarse, pues yo no deseaba que el cuerpo de Beatriz oliera a la loción y al cuerpo de mi padre. A las seis y media de la noche me bajé del bus con la piel completamente erizada, y aquellas calles sucias que olían a orines se transformaron en un lugar de ensueño donde las sensaciones aplastaban la conciencia.
Caminé despacio y cuando estaba a punto de llegar al umbral donde ella siempre aguardaba, tuve que esperar unos minutos, pues mi padre se estaba despidiendo. Él giró hacia un lado de la calle mientras yo llegaba por la otra; al verlo alejarse sigilosamente yo daba cortos pasos en dirección a Beatriz. Lentamente mi desconocimiento se fue desvaneciendo y su rostro se empezó a convertir en algo real. No era muy joven y tampoco muy alta, pero cada uno de sus movimientos hablaba de su poder sexual. Sus ojos fijos miraban sin temor con curiosidad y coquetería. Yo temblaba, estaba enamorado, pero que ella sintiera algo por mí parecía imposible y lejano.
Al llegar frente a ella me presenté dándole un beso en la mejilla, mientras mis manos sudaban y el rostro se ponía rojizo. Beatriz sonrió y me tomó de la mano para llevarme adentro de la casa, aún pienso que esa reacción de amabilidad fue porque encontró en mí rasgos de mi padre. Al entrar en el cuarto me preguntó si traía dinero, asentí únicamente con la cabeza, y mientras esculcaba mi maleta para sacar el dinero, me cogió la cara y me propinó un beso tan profundo que el tiempo perdió su influencia en el entorno. Luego alejó su boca de la mía y, mirando mi reacción, puso su mano sobre mi pantalón; yo apretaba los ojos como señal del placer desenfrenado que sentía, sin voluntad propia seguí cada orden que me daba. Me pidió que me quitara las camisetas mientras ella desapuntaba y me bajaba el pantalón. Los minutos más placenteros de mi vida eran verme completamente desnudo frente a ella, mientras con una sonrisa malévola se desnudaba y me besaba el miembro erecto.
No sé cómo lo supo, pero me preguntó si era la primera vez que estaba con una mujer, le respondí con un sí entrecortado. Me pidió que me tranquilizara y que me acostara en la cama. Lo hice sin protestar, y ella lentamente subió a mi lado, puso sus nalgas sobre mi estómago y tomó mis manos para que abrazara sus carnosas caderas. Me besaba, acariciaba y después de un rato con movimientos leves y delicados habíamos hecho el amor. Al terminar no se levantó. Se quedó a mi lado y me acarició el rostro, mientras en mi cabeza las palabras de mi padre dejaban de ser sentimientos ajenos para arraigarse en mi cuerpo.
Me ardía internamente la carne, mientras en un leve sueño Beatriz se elevaba hacia el altar que mi padre y yo habíamos fabricado en su honor. Con delicadeza me pidió que me levantara, como excusa dijo que debía trabajar. Me levanté, me puse la ropa y antes de salir de su habitación le pedí que me permitiera ser otro amor en su vida. Le dije que yo también estaba dispuesto a ir todos los días a besarla, a la hora que ella lo deseara, y le robé un beso. Creo que ese acto impulsivo la convenció de mis intenciones, de la realidad de mis sentimientos y de la poca importancia que yo le daba a su oficio, así que me dijo que lo podía hacer a cualquier hora, pero nunca a las seis de la tarde. Feliz, me alejé.
Desde ese día convertí en costumbre mi visita a las siete de la noche, completamente puntual, dejando a un lado cualquier cosa que pudiera interferir entre Beatriz y el beso que tenía que darle. Al comienzo tuve suerte y nunca me tropecé con mi padre, excepto un martes que llegué un poco antes de las siete y que él, abusando del tiempo que le correspondía, la había acariciado de más. En ese momento, sólo por algunos segundos, dudé en seguirla visitando. La mirada de odio que mi padre me lanzaba casi me hace abandonarla, y cuando me iba a marchar él se dio la vuelta y me dejó atrás.
Entré al cuarto de Beatriz sin dejarle sentir lo ocurrido, pues ella no sabía que yo era el hijo del hombre a quien amaba.
Aunque me duela un poco, por mí ella apenas sentía un cariño especial. Luego de otra noche maravillosa a su lado regresé a casa, y como nunca había ocurrido, mi padre me esperaba en la oscuridad. Lo saludé, pero él no respondió, se levantó de la silla donde aguardaba mi llegada, se me acercó y al olfatearme sintió el olor de aquella mujer que lo enloquecía. Abrió la boca sólo para pedirme que me largara de su casa.
Desde esa noche no sé nada de mi padre, lo único es que sigue visitando a Beatriz, a la misma hora, mientras yo llego un poco más tarde, tratando de evadir aquella mirada fría de odio que me había lanzado. Ella aún no sabe que somos familia, pero siento que a los dos nos está queriendo de la misma forma.

...

Sobre la autora:
Karen González Castiblanco. Nació en Bogotá. Vive. Estudia. Escribe cuentos. Asiste al Club de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde 2010. El fragmento aquí publicado hace parte de la antología "Cuaderno 2011", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).