martes, 27 de diciembre de 2011

Rosario La Boyaca (por Álvaro Rodríguez Lugo)

Otra de las personas, a quien yo convencí de aceptar: ¡salario de millón y medio y transporte hasta Bucaramanga!, fue Rosario “La boyaca”, mujer de sesenta años, nacida en la vereda de El Alisal, municipio de Tuta en el departamento de Boyacá. ¡De ahí su apodo!

Según me contó, cuando la convencí, pensando yo en que su decisión de aceptar sería la redención de tantos sufrimientos padecidos desde los dieciocho años, cuando siendo gravísimo pecado el hablar de sexo, así fuese entre madre e hija, se dejó inocentemente seducir por un vecino de quien sólo recordaba el nombre: Bernardo, y eso debido al de Bernardita, con el que bautizó a la hija, producto de una sola relación, veloz, y tan fugaz, que aseguraba no haber sentido, ni dolor, ni placer, ni sensación alguna que indicara la pérdida de su virginidad, pues el insignificante sangrado de la rotura, lo tomó como si se le hubiese adelantado la visita, el mes, ó, el período, palabras que con sigilo y recato había pronunciado su madre, enrojeciendo de vergüenza, cuando a Rosario de catorce años, le llegó un desangre que resbalaba por sus piernas de manera libre y sin preocupación alguna de la muchacha. Su madre, quien lo notó, la puso al tanto de que lo sucedido no era cosa de todos los días, y sin atreverse a decirle, por temor a cometer pecado, que se trataba de la natural menstruación, menstruo, ó, regla, le ordenó lavarse la entrepierna y de inmediato, cambiarse los calzones que le cubrían sus muslos hasta casi un jeme, bajo su intimidad, fregotear los sucios con jabón, y ponerse estopa en su pudoroso fondo.

Ante lo que creyó un adelanto de la visita, Rosario “La boyaca” actuó del mismo modo, como le enseñara su madre sin disimular su repulsión y hasta con un recrimine de asco, cinco años atrás, cuando su primera menstruación y como lo hacía cuando le llegaba la visita: se lavó su desflorada entraña, se colocó un trozo de estopa y temerosa de consultar a su progenitora del porqué el período no volvía a cumplir su cita mensual, tomando las nauseas como malestar estomacal, sin parar mientes al crecimiento de su barriga y de sus senos, una noche, a los nueve meses exactos, no estando presente su mamá, sus ayayayes alertaron a los tres hermanos mayores y a su padre.

Los cuatro machos, en lugar de prestarle atenciones y cuidados, la emprendieron contra ella, en una imparable serie de inquisidoras preguntas, plenas de imprecaciones, maldiciones e improperios, interrogándola sin cesar, acerca del cómo, el dónde, el cuándo y el quién era el padre, mientras ella sin chistar, con naturalidad animal, cortaba el cordón umbilical, sacaba de su interior los residuos de placenta, limpiaba con agua y una tela de lana sus fondillos, sus muslos y a su hija, protegiéndola del frio sin que nadie le hubiese enseñado el hacerlo, con un raído cobertor de su cama. Su padre, tomando su total silencio, como un irrespeto e insolencia para con él y sus hermanos, que se agregaban al pecado mortal cometido, deshonra de la familia por el escándalo, al amanecer del día siguiente, le entregó un billete de cincuenta pesos y la echó de casa prohibiéndole volver.

Rosario “La boyaca”, salió de la enorme finca de su padre, sin un lamento, sin un llanto, sin decir nada, como si un misterioso y recóndito espíritu invisible, la hubiese alertado de la imperiosa necesidad maternal de cuidar y proteger a su hija. Ella diría luego que había sido la Virgen de Chiquinquirá, a quien también atribuía el milagro de guiarlas y guardarlas, ilesas en su errar por las veredas del Hato, La Hacienda, y Rio de Piedras y ser recibida sin pagar, en el tren que salía de la Estación Cómbita, en ese tiempo sólo un edificio y no el pueblo en que se convertiría, conformado por familiares, amigos y compinches de los reclusos, de la enorme penitenciaría que guardaría a los más peligrosos asesinos.

El ferrocarril salía de allí y llegaba a la Estación de la Sabana, en la Capital del País, donde Rosario “La boyaca”, con todavía veinte pesos de la plata que, como total recurso, le diera su padre para que desapareciese de su vista, se bajó del tren, para trabajar primero como doméstica, durante varios años, y en muchos lugares, pues la echaban del empleo, bien a causa de los berrinches ó, por los insignificantes daños que causaba Bernardita, su hija, en sus gateares, o en sus tambaleantes primeros pasos. Otras veces porque Rosario, evitando en todo lo posible salir de casa, ni aún en domingos o días festivos, para no ceder a tentaciones de gastar cuanto peso podía ahorrar de sus salarios, creando desconfianzas del porqué una sirvienta se entregaba de tal manera a su trabajo. Además, lista y voluntariosa siempre, para toda actividad física del lavar, planchar, cargar, trapear pisos, limpiar paredes y ventanas, labores que, sumadas a sus ayunos, le mantenían una figura corporal que, agregada a la belleza nativa, fresca y sonriente de su rostro, producía en muchas de las señoras que la emplearon una envidia, rayana en los celos, debido a que las comodidades y los ocios que tenían éstas, ganaban, convertidas en peso y flacidez de sus carnes, a los calores húmedos y secos de los baños turcos, de los saunas y a los masajes que recibían, venciendo hasta los duros ejercicios que practicaban algunas en gimnasios y máquinas, para adelgazar sus obesidades, haciendo extensivos esos celos al trato que sus esposos, maridos, o cónyuges daban a La boyaca, pues si alguna recelaba, erradamente, pues desde su gran experiencia, el tema de hombres, compañeros, novios o amantes, no era algo que le preocupara, casi siempre resultaba despedida sin reconocerle beneficio alguno.

En el último de sus trabajos como criada, su patrona, descubriendo que La boyaca, guardaba sus ya notables ahorros debajo del colchón de su cama, se apropió de la totalidad. Empeñó unas joyas que tenía y denunció un robo, por el cual, Rosario fue encarcelada durante cinco años, en el Buen Pastor, donde, aun cuando allí existía un lugar especial para los hijos menores de las reclusas, no le permitieron guardar a su hija, pues por esos días declararon la mayoría de edad a los dieciocho, y no a los veintiuno, debiendo aceptar el rigor de una dolorosa despedida de quien por años se había sacrificado. Bernardita, debido al celo de su madre para que se educara y supiera enfrentar sus futuros con sabiduría, se casaría muy pronto con un acomodado venezolano que la llevaría a vivir al vecino país sin dar muestra nunca de agradecimiento hacia su madre. De nuevo, la milagrosa Virgen, decía Rosario, le impidió tomar una determinación fatal como la que le aconsejaban sus compañeras, extraviadas entre los humos de marihuanas y de bazucos.

Salido que hubo de la cárcel, solitaria y habiendo conseguido trabajo en una cafetería, donde algo de cocina practicaba, el dueño del lugar, prendado de ella, la llevó al altar. La enseñó y luego le permitió administrar el negocio durante casi diez años. Le dejó un hijo de doce, cuando en una requisa del lugar, agentes del DAS, enterados de sus antecedentes penales, la culparon de expender drogas a clientes que en realidad la compraban ellos mismos. Al protestar Fernando, su marido, de manera violenta por el abuso que cometían, fue detenido y asesinado en la cárcel, según los guardianes por vendettas entre mafiosos. Le fueron confiscados todos sus bienes, entre ellos la cafetería, quedando Rosario “La boyaca” sin recurso alguno, durante veinte años más, en los que trabajó como aseadora de cafeterías, cafés y restaurantes, de donde de nuevo era echada por no reciprocar las palmadas en las nalgas y las descaradas caricias en los senos que le proporcionaban sus patrones y clientes, hasta cuando en confusos hechos, su hijo Roberto, mocetón de dieciocho años, reaccionó violentamente, contra uno de ellos exigiendo respeto para con su madre, por lo cual, fue detenido y enviado a la cárcel Modelo.

Rosario “La boyaca” vivió en Soacha, desde ahí hasta sus sesenta años, recogiendo cartones y desperdicios para el recicle, en medio del lumpen miserable de desplazados por los paramilitares, de gentes echadas del barrio Santa Inés de Bogotá, en donde sobre la calle del Cartucho, el cemento del Parque Tercer Milenio, sus bolardos y alguno que otro arbolito, quedarían como objeto de admiración para turistas y habitantes, sin acordarse, como yo no he podido olvidar, que, pagado por Marcial, un oficial del ejército, logré convencer a Rosario “La boyaca” y a más treinta de los desdichados, infelices, y desventurados en la barriada más miserable de Soacha, para que aceptaran un millón y medio de pesos de salario, transporte pagado, por trabajos a realizar en la Ciudad de los Parques, donde en realidad serían masacrados, como vine a enterarme, vestidos de guerrilleros terroristas, con un fusil y un machete a su lado, para así, los victimarios lograr, reconocimientos y recompensas, en dinero y ascensos, por la labor cumplida de aumentar el número de muertos, pertenecientes a la subversión armada.

Desde cuando me enteré de los horripilantes y espeluznantes objetivos de mi labor, que inocentemente desarrollaba convencido de servir, abriéndoles un mejor futuro a los miserables del lumpen más bajo de la estratificación social de mi país, he decidido tener una nueva cita con Marcial. En un descuido lo desarmaré y con el culpable y doloroso recuerdo de Rosario “La boyaca”, montaré su pistola y…

¡Me suicidaré de remordimiento!

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Sobre el autor:
Álvaro Rodríguez Lugo (Bogotá, 1939).

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