–(¡Joe, vení, mirá!)
El trole va y viene raudo (¡los va a atropellar!), junto a los Ford Mustang y algunos taxis. El atolladero, al cruzar la carrera diecisiete, aumenta nuestra ansiedad observando a la viejita. En la acera opuesta ella ha hecho varios intentos de cruzar la vía (¡la va a atropellar!). ¡Se hace tarde, marica! ¿Las seis? Deberíamos pasar y ayudar a la señora… Pero ha dejado de amagar y contempla, derrotada, la casa, con ansias de regresar (¡uf, casi me pilla!) ¡Aquí, ya, vamos güevón!, grita Jorge Ernesto, mi hermano menor, con cierta sorna que señala a las claras que soy más lento que la veterana. (¡Qué lentos!) Un colectivo pasa rozando nuestras narices y detiene nuestro intento. ¡Tiene huevo, esta no es ruta para busetas!, grita Jorge Ernesto. El chofer saca el brazo izquierdo por la ventanilla mostrando la engrasada mano convertida, tras los repliegues de cuatro de sus dedos, en una insultante pistola social y se larga (¡ja, ja, ja!).
–(¡Joe, vení, mirá!)
¡Bruja amargada, qui´hubo del mandado! Una mujer negra vocifera contra la señora que no ha podido cruzar la calzada. (Un matrimonio africano esclavo de un español). Insistimos en franquear nuestro destino y lo logramos. Estamos al otro lado. La anciana desea pasar pero dos troles se lo impiden. (Él le daba muy mal trato y a su negra le pegó). Nos acercamos a ella y nos sonríe, presagiando el próximo grito de la morenaza, mientras ésta asea el jardín con un rastrillo metálico en la única casa que, a esta hora, no ha encendido las luces. La afrodescendiente mide dos metros y se asemeja a un poste con su farola fundida. (Y fue allí, se rebeló el negro como venganza por su amor). Oscurece en Bogotá. ¡Ahora sí; se juntaron el hambre con las ganas de comer! ¡Decídase! ¡Que la pasen estos dos enanos! Mi hermano y yo levantamos la cabeza, confundidos, conduciendo a la anciana al lugar donde comenzó esta historia. El trole va y viene raudo (¡los va a atropellar!), así como los Ford Mustang y algunos taxis. El atolladero al cruzar la carrera diecisiete aumenta nuestra intranquilidad y el silencio atormentado de nuestra impotencia. La indignidad total, nada decimos, solo sentimos. De todas formas estamos perdidos.
–(¡Joe, vení, mirá!)
La silueta de la inmensa mujer persiste en insultos, encabritada desde el jardín en sombras. Por instantes me olvido de la tenue luminosidad de la calle y la penumbra de la casa me estremece. El ambiente siniestro se acentúa con cada grito de la negra y por momentos me acobardo. La regresión inminente ante el estrujón de mi hermano me trae de nuevo a la carrera diecisiete alejando la pesadilla, resuelta con un ímpetu que desconozco. Quiero acercarme, insultarla, abofetearla, pero la mirada y la respiración decidida de Jorge Ernesto me lo impiden. (Y aún se escucha en la verja, no le pegue a la negra). Lo único que me resta es seguirlo, pero cómo, si vuelve el atolladero. Más carros. Y dos bicicletas deportivas. La fijación en un solo objetivo es el principio del éxito. Pasamos, incólumes. Llegamos, decididos. La anciana bruja ha desaparecido como por arte de magia. La hemos salvado de la arbitraria mujer que, empecinada en pelear, la toma ahora con otros dos niños que pasan frente al jardín. ¡Caminen enanos, sirvan de algo, bonitas horas de estar en la calle! ¡Culicagados insolentes! Ellos corren, despavoridos, como queriendo desaparecer, enseñándole a la gritona sus asustadas miradas que, al cruzar con las mías, advierten que mi hermano y yo estamos metidos en un lío fenomenal (Y aún se escucha en la verja, no le pegue a la negra). Caminamos por la acera hacia la casa de la negra furiosa quien trata de desenredar el rastrillo metálico en una madeja de raíces de pasto. Huele a tierra húmeda y césped recién cortado. La respiración de Jorge Ernesto trepida. Es un sonido penetrante, mantenido, que me alborota la adrenalina. El berrinche de la morena continúa. Hemos quedado solos los tres y el trancón vehicular reaparece, a la espera de la resolución de la incógnita que el mismo cielo parece haber enviado para perfeccionar un entorno oscuro y misterioso.
–(¡Joe, vení, mirá!)
Ya frente a ella, Jorge Ernesto pronunció secamente el insultante ¡Hola!, ¿qué le pasa, Blancanieves? acentuando el nombre hasta convertirlo en estigmático atropello racial. Increíble. Intempestivo, por lo menos para mí. Los ojos encandilados de Blancanieves, cual rayos laser, perforan nuestras mentes produciendo un vertiginoso estatismo y un temor reverencial que nos eriza la piel de los brazos y la nuca. El rastrillo metálico vuela brillante hacia nuestras humanidades, pero la histeria de Blancanieves y la agilidad recuperada de nuestros menudos cuerpos convierten el peligroso proyectil en un total desatino que va a dar contra el parabrisas de un Mercedes Benz último modelo, del cual baja un elegante joven, príncipe de las tinieblas, quien sin mediar palabra alguna, soportado en un armatoste de cuerpo más grande que el de la negra, y luciendo una chaqueta de cuero negro que hace juego con unas botas texanas y una melena bien cuidada, bracea un bate de béisbol que en minutos convierte los vidrios de las ventanas de la casa en un montón de cristales que, brillantes, estropean el hacendoso trajín de Blancanieves. Regresa al auto, impregna de vaho el parabrisas y pasa el puño de la chaqueta, dejando el vidrio limpio. En el momento en que Blancanieves se incorpora del césped, la mira. Rabioso, sube al Mercedes y se larga. Ella le da prioridad al arreglo de los crespos y a la limpieza del delantal.
–(¡Joe, vení, mirá!)
Los espacios dejados por los vidrios nos permiten ver dentro de la casa un espejo mágico que cubre toda la pared de la sala-comedor, iluminado por las bombillas de los postes de la calle y las farolas de los autos. Frente al espejo se encuentra un negro músico, ciego de amor por su raza, que interpreta tonadas rebeldes impregnadas de rabia y de esperanza, que al golpear el cristal se devuelven, cual eco, convertidas en notas musicales coloridas y melancólicas. Estas notas retumban incesantes en la mente de Blancanieves y le ordenan a la negra desquitarse de cuatrocientos y tantos años de ignominia, sin que ella pueda evitarlo.
Ahí, a la vuelta, en un viejo parqueadero, fuimos a dar pronto, encontrándonos con los otros dos niños que asustados nos preguntaron por la sombra gritona. Nunca supimos el nombre del príncipe salvador, pero nos alegramos de haber escuchado cantar al Joe.
...
Sobre el autor:
Mario Froilán Reyes Becerra (Duitama, Boyacá, 1956). Abogado (Universidad Externado de Colombia); Especialista en Derecho Laboral (Universidad Javeriana). Se desempeña en el área de Seguros Generales. La Universidad Central publicó: “Recuerdo de mi última comunión”, como resultado del concurso nacional de cuento 2008. Finalista en el concurso de cuento de la Alcaldía de Paipa en el año 2009 con el cuento “Presentimiento”. Dos de sus microrrelatos: “Desplazamiento” y “Buen título” fueron publicados en el libro “Los comprimidos memorables del siglo XXI”, una antología seleccionada con ocasión del VI Congreso Internacional de Minificción. Finalista en el Concurso Nacional de Cuento para estudiantes y egresados del TEUC, el pregrado de Creación Literaria y la Especialización en Creación Narrativa, 2011, con el cuento “ Un puno al nobel”. Autor del libro de cuentos costumbristas “Un loco sin cadenas. Los conversatorios del Loco Reyes”, publicado en 2007. Columnista del periódico “El Otro” de Duitama. Participó en el Taller de Escritores de la Universidad Central de Colombia (en el segundo semestre del 2007), en el Taller de Cuento de la Fundación Fahrenheit 451 y en el de Crónica de la misma Fundación (2011). El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).
El trole va y viene raudo (¡los va a atropellar!), junto a los Ford Mustang y algunos taxis. El atolladero, al cruzar la carrera diecisiete, aumenta nuestra ansiedad observando a la viejita. En la acera opuesta ella ha hecho varios intentos de cruzar la vía (¡la va a atropellar!). ¡Se hace tarde, marica! ¿Las seis? Deberíamos pasar y ayudar a la señora… Pero ha dejado de amagar y contempla, derrotada, la casa, con ansias de regresar (¡uf, casi me pilla!) ¡Aquí, ya, vamos güevón!, grita Jorge Ernesto, mi hermano menor, con cierta sorna que señala a las claras que soy más lento que la veterana. (¡Qué lentos!) Un colectivo pasa rozando nuestras narices y detiene nuestro intento. ¡Tiene huevo, esta no es ruta para busetas!, grita Jorge Ernesto. El chofer saca el brazo izquierdo por la ventanilla mostrando la engrasada mano convertida, tras los repliegues de cuatro de sus dedos, en una insultante pistola social y se larga (¡ja, ja, ja!).
–(¡Joe, vení, mirá!)
¡Bruja amargada, qui´hubo del mandado! Una mujer negra vocifera contra la señora que no ha podido cruzar la calzada. (Un matrimonio africano esclavo de un español). Insistimos en franquear nuestro destino y lo logramos. Estamos al otro lado. La anciana desea pasar pero dos troles se lo impiden. (Él le daba muy mal trato y a su negra le pegó). Nos acercamos a ella y nos sonríe, presagiando el próximo grito de la morenaza, mientras ésta asea el jardín con un rastrillo metálico en la única casa que, a esta hora, no ha encendido las luces. La afrodescendiente mide dos metros y se asemeja a un poste con su farola fundida. (Y fue allí, se rebeló el negro como venganza por su amor). Oscurece en Bogotá. ¡Ahora sí; se juntaron el hambre con las ganas de comer! ¡Decídase! ¡Que la pasen estos dos enanos! Mi hermano y yo levantamos la cabeza, confundidos, conduciendo a la anciana al lugar donde comenzó esta historia. El trole va y viene raudo (¡los va a atropellar!), así como los Ford Mustang y algunos taxis. El atolladero al cruzar la carrera diecisiete aumenta nuestra intranquilidad y el silencio atormentado de nuestra impotencia. La indignidad total, nada decimos, solo sentimos. De todas formas estamos perdidos.
–(¡Joe, vení, mirá!)
La silueta de la inmensa mujer persiste en insultos, encabritada desde el jardín en sombras. Por instantes me olvido de la tenue luminosidad de la calle y la penumbra de la casa me estremece. El ambiente siniestro se acentúa con cada grito de la negra y por momentos me acobardo. La regresión inminente ante el estrujón de mi hermano me trae de nuevo a la carrera diecisiete alejando la pesadilla, resuelta con un ímpetu que desconozco. Quiero acercarme, insultarla, abofetearla, pero la mirada y la respiración decidida de Jorge Ernesto me lo impiden. (Y aún se escucha en la verja, no le pegue a la negra). Lo único que me resta es seguirlo, pero cómo, si vuelve el atolladero. Más carros. Y dos bicicletas deportivas. La fijación en un solo objetivo es el principio del éxito. Pasamos, incólumes. Llegamos, decididos. La anciana bruja ha desaparecido como por arte de magia. La hemos salvado de la arbitraria mujer que, empecinada en pelear, la toma ahora con otros dos niños que pasan frente al jardín. ¡Caminen enanos, sirvan de algo, bonitas horas de estar en la calle! ¡Culicagados insolentes! Ellos corren, despavoridos, como queriendo desaparecer, enseñándole a la gritona sus asustadas miradas que, al cruzar con las mías, advierten que mi hermano y yo estamos metidos en un lío fenomenal (Y aún se escucha en la verja, no le pegue a la negra). Caminamos por la acera hacia la casa de la negra furiosa quien trata de desenredar el rastrillo metálico en una madeja de raíces de pasto. Huele a tierra húmeda y césped recién cortado. La respiración de Jorge Ernesto trepida. Es un sonido penetrante, mantenido, que me alborota la adrenalina. El berrinche de la morena continúa. Hemos quedado solos los tres y el trancón vehicular reaparece, a la espera de la resolución de la incógnita que el mismo cielo parece haber enviado para perfeccionar un entorno oscuro y misterioso.
–(¡Joe, vení, mirá!)
Ya frente a ella, Jorge Ernesto pronunció secamente el insultante ¡Hola!, ¿qué le pasa, Blancanieves? acentuando el nombre hasta convertirlo en estigmático atropello racial. Increíble. Intempestivo, por lo menos para mí. Los ojos encandilados de Blancanieves, cual rayos laser, perforan nuestras mentes produciendo un vertiginoso estatismo y un temor reverencial que nos eriza la piel de los brazos y la nuca. El rastrillo metálico vuela brillante hacia nuestras humanidades, pero la histeria de Blancanieves y la agilidad recuperada de nuestros menudos cuerpos convierten el peligroso proyectil en un total desatino que va a dar contra el parabrisas de un Mercedes Benz último modelo, del cual baja un elegante joven, príncipe de las tinieblas, quien sin mediar palabra alguna, soportado en un armatoste de cuerpo más grande que el de la negra, y luciendo una chaqueta de cuero negro que hace juego con unas botas texanas y una melena bien cuidada, bracea un bate de béisbol que en minutos convierte los vidrios de las ventanas de la casa en un montón de cristales que, brillantes, estropean el hacendoso trajín de Blancanieves. Regresa al auto, impregna de vaho el parabrisas y pasa el puño de la chaqueta, dejando el vidrio limpio. En el momento en que Blancanieves se incorpora del césped, la mira. Rabioso, sube al Mercedes y se larga. Ella le da prioridad al arreglo de los crespos y a la limpieza del delantal.
–(¡Joe, vení, mirá!)
Los espacios dejados por los vidrios nos permiten ver dentro de la casa un espejo mágico que cubre toda la pared de la sala-comedor, iluminado por las bombillas de los postes de la calle y las farolas de los autos. Frente al espejo se encuentra un negro músico, ciego de amor por su raza, que interpreta tonadas rebeldes impregnadas de rabia y de esperanza, que al golpear el cristal se devuelven, cual eco, convertidas en notas musicales coloridas y melancólicas. Estas notas retumban incesantes en la mente de Blancanieves y le ordenan a la negra desquitarse de cuatrocientos y tantos años de ignominia, sin que ella pueda evitarlo.
Ahí, a la vuelta, en un viejo parqueadero, fuimos a dar pronto, encontrándonos con los otros dos niños que asustados nos preguntaron por la sombra gritona. Nunca supimos el nombre del príncipe salvador, pero nos alegramos de haber escuchado cantar al Joe.
...
Sobre el autor:
Mario Froilán Reyes Becerra (Duitama, Boyacá, 1956). Abogado (Universidad Externado de Colombia); Especialista en Derecho Laboral (Universidad Javeriana). Se desempeña en el área de Seguros Generales. La Universidad Central publicó: “Recuerdo de mi última comunión”, como resultado del concurso nacional de cuento 2008. Finalista en el concurso de cuento de la Alcaldía de Paipa en el año 2009 con el cuento “Presentimiento”. Dos de sus microrrelatos: “Desplazamiento” y “Buen título” fueron publicados en el libro “Los comprimidos memorables del siglo XXI”, una antología seleccionada con ocasión del VI Congreso Internacional de Minificción. Finalista en el Concurso Nacional de Cuento para estudiantes y egresados del TEUC, el pregrado de Creación Literaria y la Especialización en Creación Narrativa, 2011, con el cuento “ Un puno al nobel”. Autor del libro de cuentos costumbristas “Un loco sin cadenas. Los conversatorios del Loco Reyes”, publicado en 2007. Columnista del periódico “El Otro” de Duitama. Participó en el Taller de Escritores de la Universidad Central de Colombia (en el segundo semestre del 2007), en el Taller de Cuento de la Fundación Fahrenheit 451 y en el de Crónica de la misma Fundación (2011). El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).
2 comentarios:
me gusta
Felicitaciones querido co-autor. Felices Pascuas y próspero año. Definitivamente, excelente homenaje al maestro Joe. Gracias por tu escritura.
Publicar un comentario