jueves, 29 de diciembre de 2011

Luna de miel (por Graciela Guarín Avellaneda)

Agosto 27 de 1.970.
Ansioso, no esperó mi arribo hasta el altar, y me arrebató del brazo de mi amiga Eva, y temblaba y sudaba.
–Creí que no ibas a cumplirme, ¡preciosa!
A mí me pareció la mejor prueba de su amor. Tenía 14 años.
Terminada la ceremonia religiosa, me sorprendió. ¡Mi amor, el puerto nos espera para nuestra luna de miel!
Media hora después, abordábamos un bus rumbo a Girardot.
Linda, te voy a amar toda la vida, hasta más allá de la muerte. Y, a lo largo del camino, en cada curva a la derecha, deliberadamente me oprimía contra las varillas laterales de la silla del bus, me besaba en la mejilla, y en cada curva a la izquierda me jalaba y decía exigente, sosténgame que me voy a caer, y después al oído: te amo. De repente me tomó con brusquedad por la cabeza, puso su boca en la mía y al tiempo que me besaba, me maltrataba la nuca, y me decía, te amo, te amo, no me mire, voltéate contra el vidrio, ven para acá, ¿no le he dicho que no me mire?, abrázame, y cuando lo iba a abrazar me jaló de los brazos con violencia, así, fuerte o, ¿no me amas?, me ocasionó dolor, córrase que me está acosando, me besó las orejas y enseguida me las mordió con saña. En una parada en Melgar compró galguerías; esperé las compartiera conmigo, pero mirándome a la cara se las comió con avidez. Cuando terminó, echó los talegos y la servilleta sucia entre el bolsillo de de mi falda y me cantó al oído: Toda una vida, estaría contigo… Así hasta Girardot, no me dio la mano para descender del bus y no me ayudó con el equipaje como había visto a mi padre hacerlo con mi madre. Ya en el parque aledaño al hotel de baja categoría a donde me llevó, me miro a los ojos y, juro, el día que me faltes, me mato. Aunque no comprendía lo que ocurría, empecé a sentir temor.
Desconcertada, atravesé el umbral de la habitación. Mentalmente, me encomendé a Dios y a la Virgen. Tiró su maleta al piso, unió las dos camas sencillas de malla y se desvistió. Y yo, que había asociado luna de miel a piscina, baile, coca-cola y nada de oficio, y que nunca había visto a un hombre desnudo, me encerré asustada en el baño y puse el pasador. Ábreme mi cielo, y golpeaba suave; abra, ¡maldita sea! y golpeaba fuerte; sal, cielito, y golpeaba suave; ¡que salga! le ordeno, y golpeaba con furia. A mí las manos me sudaban, sentí calores y escalofríos, un nudo en la boca del estómago y le imploraba un milagro a la Virgen. Líbrame de este hombre virgencita, te lo ruego. Y el sudor me perló la frente. De pronto reinó el silencio y mi angustia creció.
–Mi amor, ya me calmé, sal, te lo ruego, te juro por mis padres que están en el cielo que no te voy a tocar, hasta cuando tú quieras, quince días, un mes, seis, lo que sea. Sal, que yo ya me vestí. ¿Qué te parece si en cambio, vamos a bailar?
–Bueno.
Salí del baño y me lo encontré de frente, desnudo y burlón. Instintivamente retrocedí, me acorraló contra la pared del fondo del baño, me levantó la cara con sadismo, ¿cuál es su vaina? Estamos casados, cumpla con su deber. Ah, ya, no es virgen, ¿verdad maldita? ¡Responda, carajo!, y de un empujón me sacó del baño. Quise hablarle pero no pude, sentía la lengua como anestesiada, me tiró sobre la cama, ajá, ¿con qué no es virgen? Me desgarró con brutalidad, ahogó mis gritos con una almohada, y mientras yo debí parecer una muerta viva, él durmió a pierna suelta.
Perdóname mi amor, dijo cuando se despertó. Soy un bruto, un salvaje. Y, me miró con dulzura, me limpió el llanto con delicadeza, me acarició el cabello y me dijo muchas veces: te amo, te adoro, yo sin ti no puedo vivir, y la confusión aumentaba mi angustia. Ahora, el pudor por compartir la cama con un hombre se me había evaporado. Mi temor era ese ser raro, de reacciones extremas. Cuando lo miraba, me encontraba casi simultáneamente con unos ojos tristes, rasgados por el dolor, y otros, amenazadores, llenos de odio; una boca de labios finos implorando perdón, otra que atropelladamente escupía resentimientos; un lenguaje fino que me tuteaba, otro áspero cargado de improperios. De repente, me abrazó con ternura, recorrió mi cuello con besos y me prometió una y otra vez: no volverá a ocurrir mi vida, y me conmovió su llanto.
Entonces, cuando empezaban a desvanecerse mis miedos, me volteó sobre la cama y volvió a abusarme. ¡Carajo!, dijo, me estoy cansando de sus güevonaditas. Otra vez me dio la espalda y se durmió. Yo, exhausta de cuerpo, lloraba en silencio, y vencida de espíritu, miraba al vacío.
Unos veinte minutos después, un hombre atemorizado como el asesino que no quiso matar, con los pudores éticos exacerbados, con los ojos del niño indefenso que clama protección, postrado de rodillas me rogaba: no me vayas a dejar amorcito, no resistiría la vida sin ti. Y lloraba y me miraba: tú eres lo único que tengo en la vida, soy un hombre solo, solo, mi amor. Ay, jueputa, dígame que me ama; y como me demoré en decirlo, me golpeó hasta dejarme inconsciente.
Cuando volví de mi inconsciencia, en un cuarto húmedo de hospital pobre, un médico y una enfermera me asistían. Entonces, con el ojo que pude abrir, lo vi. Lloraba, gemía, rezaba: Diosito, por favor…
Se agachó y del piso alzó el más exótico ramo de flores. Con permiso, Doctor.
¡Son para ti mi reina!

...

Sobre la autora:
Graciela Guarín Avellaneda, educadora Bogotana, docente universitaria. Incursiona con éxito en el campo literario en el año 2001, con la publicación del libro “Viví en chile bajo la dictadura de Pinochet”. En 2.002 firma contrato con la editorial La Buganville de España para internacionalizar ésta obra. En el 2002 su cuento “Miradas” fue seleccionado para estar presente en la recopilación “Taller Adentro”. En el 2.006, publica su primera novela larga “El terrorista que acabó el planeta”, catalogada por la crítica como una obra de alto contenido político-social. Hace parte del Taller de escritores de la Universidad Central desde el año 2.000.

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