viernes, 30 de diciembre de 2011

Mala suerte (por Claudia Carrión)

Después de notar que yo estaba simultáneamente feliz y lúcido, una conjunción no solo rara sino imposible, ella también quiso sentir lo mismo… se acercó a mí en silencio, y de pronto estaba perdido en los ojos verdes de aquella mujer intentando recordar dónde había visto esa mirada; pero lo único que pude recordar fue el día en que me convertí en el devorador de corazones.

Aquella tarde lluviosa de alcohol y perica cuando ella encontró el valor para decirme que me dejaba por mi mejor amigo, me empecé a sentir extraño. Al principio, pensé que era el efecto de la droga, siempre me sentía perseguido y paranoico, pero esta vez fue diferente: un gran dolor se apoderó de mí y de repente nada, ni ira, ni angustia, ni odio, ni temor; únicamente vacío, el vacío de caer y caer sin tocar fondo… Pasó algún tiempo antes de darme cuenta de que mi corazón ya no estaba allí.
Días y noches en meditación con mi cuerpo silencioso y carente de pulso me sirvieron para descubrir que todos los que me rodeaban habían arrancado una pequeña parte de mi corazón. Con su abandono, sus burlas, su desprecio, con hacerme desear cosas que nunca tendré; hasta con su felicidad, todos habían destrozado mi corazón hasta no dejar nada. Dejé de estar con los demás, pues en mis ojos podían percibir el vacío inquietante y no podían evitar sentirse incómodos. Abandoné el trabajo en aquella tienda de discos, dejé mi apartamento, mis libros y mi guitarra, gran amiga y confidente. Sólo tuve el impulso de guardar en el bolsillo la navaja que alguna vez había encontrado en un bar y entonces me dediqué a vagar por toda la ciudad. Ya no sentía ni hambre, ni frio, ni vergüenza, ni amor, ni pasión, ni odio, ni felicidad; era como un fantasma o una parte más del asfalto frío y duro. En cierta medida estaba cómodo con mi suerte, pero ese sentimiento de vacío en el pecho me atormentaba y quería poder llenar ese espacio de alguna manera.
Una noche, recostado en un prado del Parque Nacional, inerte e insignificante vi pasar a una mujer; caminaba algo nerviosa, no se percató de mi presencia. De repente, un impulso animal se apoderó de mí y con un ágil movimiento fui tras ella y la sujeté por la espalda. Su cuerpo suave y frágil entre mis brazos fue como la llama de la vela que se intenta atrapar, esquiva y vacilante. Sin embargo el impulso de su sangre en las venas y el latir desaforado de su corazón, me hicieron sentir el vacío en mi pecho, y con gran ansiedad saqué la navaja de mi bolsillo y la deslicé por su garganta. El aroma a miel y flores que se desprendía de su sangre, me dominó por completo; la euforia y el éxtasis, emociones raras e inusuales en mí desde hacía mucho tiempo, me embriagaban… En ese momento comprendí lo que debía hacer para llenar el vacío.
Tomé de nuevo mi navaja y como Niccolo Paganini tocando su violín, empecé a sacar notas exquisitas de música y aroma del cuerpo de esa mujer hasta encontrar su corazón. Ese corazón, caliente, jugoso y aun latiendo, viajó por mi garganta pedazo a pedazo y se alojó en mi pecho, algo nuevamente ocupaba ese lugar.
Iluminado por este impulso decidí recuperar los pedazos de corazón destrozado por tantos seres que había amado y que me habían despreciado. Y, así, cada cierto tiempo salía a buscar corazones, cada vez me resultaba más sencillo: cortar, saborear, comer el placer, la felicidad, el gozo. Y con el corazón ya casi completo la vi a ella y a sus extraños ojos verdes. Había algo en ella que me generaba una sensación desconcertante, familiar y peligrosa; pero su sonrisa me despejaba la mente y hacía que mi corazón remendado latiera fuerte.
No tuve secretos ni reservas con ella, le conté sobre mi vacío, sobre mi tarea como devorador de corazones y cómo me sentía feliz y realizado al cortar, saborear y tragar. En ese momento los extraños ojos verdes se iluminaron –Llévame contigo, quiero acompañarte, me dijo.
Así que fuimos al Parque Nacional y resguardados bajo la noche esperamos un corazón en la oscuridad. Llegó la oportunidad, yo alcanzaba a saborear la sangre de miel y flores cuando ella, después de notar lo feliz y lúcido que estaba, sacó su propio cuchillo lo deslizó por mi garganta y, entonces, dulce miel roja con olor de flores y música de violín se derramó por el suelo del parque…
Y finalmente reconocí esa sensación de vacío tan familiar que percibía en aquellos ojos verdes.

...

Sobre la autora:
Claudia Carrión. Nació en Bogotá en 1987. Estudiante de Lenguas Extranjeras en la Universidad Pedagógica Nacional, Claudia dedica su vida a la lectura y escritura de todas aquellas historias extrañas que la gente tenga para contar. Sus autores favoritos son Julio Cortázar, Oscar Wilde, Edgar Allan Poe, Pedro Gómez Valderrama y Haruki Murakami. Realizó el Taller de Creación de Cuento en Luziérnaga Café Libro en 2010. El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

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