domingo, 18 de diciembre de 2011

Fragmento del libro de cuento Idilios (por Karen González)

Beatriz:
Un beso apasionado y ninguna otra cosa más, esa debe ser la definición real de amor, esa necesidad e interés, esa completa sinceridad…
A mí no me molesta que beses a otros hombres o que los acaricies porque sé que esas caricias son mecánicas, como pasos establecidos que te has impuesto para tu trabajo. Escribiéndote esto recuerdo la primera vez que entré a tu alcoba y me propinaste como bienvenida un beso en la boca totalmente apasionado. Yo me quedé callado y estático mientras tú, siguiendo la rutina, deslizabas la mano por mi pecho hasta bajar y ponerme tus dedos largos sobre la bragueta, completamente dispuesta y segura de lo que provocarías en mi. Todos tus movimientos vacíos de pudor y consumidos por la pasión, me enamoraron.
Amo de ti esa necesidad de pasión, esa dependencia que sientes por el cuerpo. Me fascina que al hacer el amor siempre quieras que te observen con desenfreno y locura, y que te hagan sentir como la única imagen o acto posible. Yo adoro verte y adoro esa facilidad que tienes para lograr que la razón abandone el cuerpo.
Ayer me pediste que te diera un beso todos los días antes de empezar tu trabajo. Dijiste que me amarías si yo cumplía con ese simple acto que para ti significa un todo, y escribiéndote quiero hacerte entender que jamás me negaría a darte esa sincera muestra de amor. Estoy dispuesto a llenarte de besos y que puedas ser feliz durante las largas y frías horas que soportas en las noches, que cada caricia sea entregada a quien debas y que siempre salgas victoriosa ante la deprimente razón.

Te quiero, y desde la semana que viene te visitaré y te daré los besos que necesites.
Att.,

Rodrigo


Cada palabra escrita por mi padre en esa carta me permitió encontrar un sentimiento que pensé estaba muerto, debido a que la palabra amor, para mí, significaba vacuidad. Después de leerla, el amor había dejado de ser una palabra insulsa y fría para convertirse en hechos, movimientos y pensamientos representados por una única mujer.
Aunque no tenía fecha, la carta me pareció reciente, y conociendo a mi padre también deduje que aunque la amaba y era la primera vez que le escribía, no lo convertiría en una costumbre, porque la carta era únicamente para hacerle saber que el beso que ella pedía se convertiría en una realidad infinita. Ese acto en especial, esa valoración de parte de Beatriz a los detalles pequeños, esa hermosa explicación que tenía para el amor, una definición desinteresada, simplemente apasionada, me ayudó a dibujarla con facilidad a pesar de mi inmensa ignorancia, y en la negrura de un vacío imaginario observé unos ojos sin forma y un color de iris cambiante. Con inútil concentración intenté darle un rostro, pero lo único que había logrado era fijar una mirada penetrante, atrayente y peligrosa que sin duda le pertenecía. Y allí, completamente cautivado por esa mirada, empecé a sentir sus dedos delgados con uñas largas sobre mi jean áspero. La sensación se iba haciendo más fuerte, hasta que de repente desapareció. Sin conocerla, entonces, comencé a extrañarla.
Desde ese día la idea de darle un beso a Beatriz palpitaba fuerte en mi corazón. Sabía que durante el primer beso que me diera, mientras mordiera mi labio inferior con sus dientes, yo al fin sentiría dentro de mí el amor, abandonaría por completo aquellas falsas razones que antes lo explicaban y se convertiría en la grandeza de una sensación.
Se incrementó con los días mi obsesión por conocerla, y llegada la semana que mi padre prometía visitarla, empecé a poner más atención a cada una de las salidas que él hacía. Al comienzo la persecución era aburrida y empezaba a sentir que perdía el tiempo detrás de mi protector. Muchos días me di por vencido y me iba a la casa luego de unas horas, pero al día siguiente el recuerdo de la carta me impulsaba a levantarme temprano y seguir los monótonos movimientos de mi padre.
Luego de una semana de minucioso seguimiento descubrí la hora en que mi padre la visitaba y la besaba: era a las seis de la tarde, cuando en un intercambio de horarios él terminaba su día laborioso y ella apenas lo comenzaba. Di buen crédito a mi padre por escoger esa hora, indicada para permitir el cruce de dos personas que divergían en espacio y temporalidad. Me pareció perfecto y poético aquel encuentro, un instante largo que constaba de un movimiento, una reacción, un único sentir y ninguna interrupción.
Un jueves lo perseguí sin necesidad, pues ya sabía la hora de la visita. Ese día sentí celos profundos de mi padre: él la abrazó y la beso tan apasionadamente que, sin poder dejarlo ir, lo invitó al interior de una vieja edificación y le permitió ser su primer cliente. Me hubiera encantado verla en acción con otros hombres, pero con mi padre me parecía algo repugnante, así que les di las espalda y me fui para mi casa.
En la sala de la casa lo esperé, hacía muchos años no lo veía cuando llegaba, pero esta vez me interesaba encontrar su rostro contento después de estar con ella. Y ocurrió así, él metió la llave en la cerradura de la puerta y entró a la casa con un aura completamente poderosa. Esa energía pertenecía a ella, sonreía mientras se quitaba los zapatos, e ignorándome, se encerró en su habitación. Aquella mueca de felicidad dibujada en su rostro terminó por convencerme de que lo que mejor podía hacer en la vida era encontrarme con esa mujer y demostrarle que yo también la amaba, aun sin conocerla. Saqué de un sobre algunos ahorros que tenia, conté el dinero y lo guardé en mi maleta. Me fui a dormir y esperé ansioso que acabara la noche, para al día siguiente salir a verla.
Desperté sin creer que podría presentarme ante ella. Desayuné apenas escuché que mi padre salió de la casa, la verdad no hubiera sido capaz de mirarlo a los ojos. No salí en toda la tarde, me dedique a escuchar música y a alistarme para el encuentro con Beatriz.
A las cinco cogí el bus, y mirando el reloj rogaba para que ese día mi padre y ella no tuvieran tiempo de acariciarse, pues yo no deseaba que el cuerpo de Beatriz oliera a la loción y al cuerpo de mi padre. A las seis y media de la noche me bajé del bus con la piel completamente erizada, y aquellas calles sucias que olían a orines se transformaron en un lugar de ensueño donde las sensaciones aplastaban la conciencia.
Caminé despacio y cuando estaba a punto de llegar al umbral donde ella siempre aguardaba, tuve que esperar unos minutos, pues mi padre se estaba despidiendo. Él giró hacia un lado de la calle mientras yo llegaba por la otra; al verlo alejarse sigilosamente yo daba cortos pasos en dirección a Beatriz. Lentamente mi desconocimiento se fue desvaneciendo y su rostro se empezó a convertir en algo real. No era muy joven y tampoco muy alta, pero cada uno de sus movimientos hablaba de su poder sexual. Sus ojos fijos miraban sin temor con curiosidad y coquetería. Yo temblaba, estaba enamorado, pero que ella sintiera algo por mí parecía imposible y lejano.
Al llegar frente a ella me presenté dándole un beso en la mejilla, mientras mis manos sudaban y el rostro se ponía rojizo. Beatriz sonrió y me tomó de la mano para llevarme adentro de la casa, aún pienso que esa reacción de amabilidad fue porque encontró en mí rasgos de mi padre. Al entrar en el cuarto me preguntó si traía dinero, asentí únicamente con la cabeza, y mientras esculcaba mi maleta para sacar el dinero, me cogió la cara y me propinó un beso tan profundo que el tiempo perdió su influencia en el entorno. Luego alejó su boca de la mía y, mirando mi reacción, puso su mano sobre mi pantalón; yo apretaba los ojos como señal del placer desenfrenado que sentía, sin voluntad propia seguí cada orden que me daba. Me pidió que me quitara las camisetas mientras ella desapuntaba y me bajaba el pantalón. Los minutos más placenteros de mi vida eran verme completamente desnudo frente a ella, mientras con una sonrisa malévola se desnudaba y me besaba el miembro erecto.
No sé cómo lo supo, pero me preguntó si era la primera vez que estaba con una mujer, le respondí con un sí entrecortado. Me pidió que me tranquilizara y que me acostara en la cama. Lo hice sin protestar, y ella lentamente subió a mi lado, puso sus nalgas sobre mi estómago y tomó mis manos para que abrazara sus carnosas caderas. Me besaba, acariciaba y después de un rato con movimientos leves y delicados habíamos hecho el amor. Al terminar no se levantó. Se quedó a mi lado y me acarició el rostro, mientras en mi cabeza las palabras de mi padre dejaban de ser sentimientos ajenos para arraigarse en mi cuerpo.
Me ardía internamente la carne, mientras en un leve sueño Beatriz se elevaba hacia el altar que mi padre y yo habíamos fabricado en su honor. Con delicadeza me pidió que me levantara, como excusa dijo que debía trabajar. Me levanté, me puse la ropa y antes de salir de su habitación le pedí que me permitiera ser otro amor en su vida. Le dije que yo también estaba dispuesto a ir todos los días a besarla, a la hora que ella lo deseara, y le robé un beso. Creo que ese acto impulsivo la convenció de mis intenciones, de la realidad de mis sentimientos y de la poca importancia que yo le daba a su oficio, así que me dijo que lo podía hacer a cualquier hora, pero nunca a las seis de la tarde. Feliz, me alejé.
Desde ese día convertí en costumbre mi visita a las siete de la noche, completamente puntual, dejando a un lado cualquier cosa que pudiera interferir entre Beatriz y el beso que tenía que darle. Al comienzo tuve suerte y nunca me tropecé con mi padre, excepto un martes que llegué un poco antes de las siete y que él, abusando del tiempo que le correspondía, la había acariciado de más. En ese momento, sólo por algunos segundos, dudé en seguirla visitando. La mirada de odio que mi padre me lanzaba casi me hace abandonarla, y cuando me iba a marchar él se dio la vuelta y me dejó atrás.
Entré al cuarto de Beatriz sin dejarle sentir lo ocurrido, pues ella no sabía que yo era el hijo del hombre a quien amaba.
Aunque me duela un poco, por mí ella apenas sentía un cariño especial. Luego de otra noche maravillosa a su lado regresé a casa, y como nunca había ocurrido, mi padre me esperaba en la oscuridad. Lo saludé, pero él no respondió, se levantó de la silla donde aguardaba mi llegada, se me acercó y al olfatearme sintió el olor de aquella mujer que lo enloquecía. Abrió la boca sólo para pedirme que me largara de su casa.
Desde esa noche no sé nada de mi padre, lo único es que sigue visitando a Beatriz, a la misma hora, mientras yo llego un poco más tarde, tratando de evadir aquella mirada fría de odio que me había lanzado. Ella aún no sabe que somos familia, pero siento que a los dos nos está queriendo de la misma forma.

...

Sobre la autora:
Karen González Castiblanco. Nació en Bogotá. Vive. Estudia. Escribe cuentos. Asiste al Club de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde 2010. El fragmento aquí publicado hace parte de la antología "Cuaderno 2011", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

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