viernes, 23 de diciembre de 2011

El caminante (por Sergio Daniel Vargas Muñoz)

Le llegaban las seis de la tarde y caminaba hasta donde le amanecía. Dormía todo el día, y ahí, donde lo cogía la brisa mañanera se acostaba. Algunos días pedía posada en fincas o casuchas que encontraba en su andar y, en agradecimiento, pagaba con frutas exóticas, carne de monte o algún remedio de yerbas. A las otras seis de la tarde se levanta a caminar, y caminaba toda la noche. Cuando al tiempo, en algún lugar de sus pasos…
―Lázaro ―lo llamaron con un grito prolongado y paciente.
Sin prestar mucha atención, y pensando que aquel llamado era sólo su imaginación y producto de su soledad, siguió caminando.
―Lázaro ―volvió a escuchar el llamado. Venía tras él. Inmediatamente lo volvió a escuchar adelante y al instante sobre un árbol. Cada vez más fuerte, más cercano. Siempre se manifestó prolongado.
―Lázaro ―esta vez sintió el aliento en su oreja. Frunció el seño y volteo su mirada por encima del hombro. Esperaba ver algo más que el húmedo colchón de hojas en descomposición y la radiante luna. Pero ahí sólo estaba el viento silbando que iba y venía mecido en las plantas. Como si nada hubiera sentido ni oído siguió caminado. Se acercaba a un claro en el bosque, en donde el centro está marcado por un trío de árboles inmensos muy cerca uno de los otros, ahí la luz de la luna jugueteaba con figuras espectrales. Se dispuso a caminar hasta tal lugar sin alguna razón en especial, sólo se sintió incitado por la vibración que sentía venir de los árboles. Ya cobijado por las sombras del trío de peregrinos, volteo su mirada por donde había llegado y vio un ser que se acercaba gateando desde la espesura del monte. Tocaba su cara contra la tierra como persiguiendo un rastro. Cogía hojas y ramas con sus peludas manos para olerlas y saborearlas. Ante esto, Lázaro se subió a uno de los tres árboles, hasta lo más alto, lo más alto que pudo. Ahora podía reconocerlo un poco, al menos tenía la certeza de que era una mujer. Ella se acerco a rastras, hasta que llego al tallo del árbol. Lo rodeó varias veces. Lo olió y apoyándose en él se erguió en dos patas y volteó su mirada hacia arriba.
―¡Ah! Allá estás, no Lázaro ―le gritó viéndolo fijo a los ojos―. Entonces, metió una mano entre su costado y sacó una costilla. Con su propio hueso, plateado como la luna, le dio hachazos al árbol hasta tumbarlo. El talar, de la mujer sudorienta e inquieta, retumbaba en los nervios de las aves, que sin importar; diurnas o nocturnas, todas echaron a volar. Luego se dispersó el aire y todo quedó en completa quietud. Apenas el árbol traqueó para caer, Lázaro saltó al segundo de los tres árboles. Cuando este retumbó en el suelo, la mujer dio un brinco y cayó sobre el tronco, echó varios lengüetazos donde Lázaro estuvo parado, pero no lo encontró. Volteo su mirada al otro árbol y dijo:
―¡Ah! Allá estás no Lázaro.
Cuando cayó el segundo, la mujer corrió y lamió el lugar en el que Lázaro estuvo parado, pero no lo encontró. Entonces vio el tercer árbol y le dijo:
―¡Ah! allá estás no Lázaro.
Una vez más, metió su mano flaca y peluda en los sacos de hojas y lama. sacó su costilla y cuando el árbol empezó a caer, cantó un gallo.
―Anda, y agradece Lázaro que cantó ese gallo ―gritaba furiosa, como si hubieran blasfemado de ella―, la noche no se hizo para los hombres, sino para los espíritus.
Y como entre flotando y saltando se sumergió en la maleza.
Cuando el árbol terminó de caer, Lázaro apenas se levantó y, con el corazón y la cabeza martillando, se fue como pudo. A las muchas horas de camino llegó a una casa en la que cayó privado del cansancio. Al otro día se despertó, contó la historia de lo que le había sucedido esa noche, pero nadie le creyó. Entonces, pidió que lo acompañaran al lugar donde le había tocado por primera vez detener su caminata nocturna, para que ellos mismo vieran las chambas de los árboles cortados con una costilla. Y así fue, Lázaro y dos hombres más, caminaron y caminaron. Por primera vez caminó de día. Pero no encontraron más rastros que los de Lázaro. Los tres árboles estaban intactos, sin ninguna señal de haber sido golpeados.

...

Sobre el autor:
Sergio Daniel Vargas Muñoz. Nací en el mes de marzo en 1991, en unas tierras fuertemente azotadas por la guerra intestina colombiana; Florencia, Caquetá. En estas tierra, mi tierra, estudié primaria y bachillerato, de ello rescato haber conocido algunas personas de las que he aprendido bastante, también haber aprendido a leer y escribir, y por supuesto haber conocido y sentirme parte de la amazonia colombiana. De resto mi paso por el colegio fue una perdida de tiempo. Poco a poco alimenté mi apetito por la lectura y la escritura, apetito que se ha sosegado con la literatura fantástica. En el 2010 entré a estudiar Literatura en la Universidad Autónoma de Colombia, actualmente tengo 20 años y mis pretensiones se enfocan hacía el arte de escribir y leer.

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