Hoy es lunes, hoy pasa la basura.
No me gusta recordar; borro fotos, boto objetos, porque no me gusta tener nada físico que me haga sentir nostalgia, con el presente basta. Sólo una vez tuve recuerdos materiales y se vinieron abajo, literalmente.
Eso fue el viernes pasado, una mujer kamikaze de Al Qaida acabó en menos de dos horas con la Torre Eiffel. La noticia la supe por Ricardo, mi mejor amigo que vive en Francia y que esperaba mi visita este diciembre. Yo iba subiendo por el ascensor de mi edificio cuando recibí su llamada, me contó que había visto desde la ventana de su estudio cómo se iba cayendo la torre por pedazos. Tan pronto colgué, abrí mi apartamento, cogí el cuadro, la torre y el separador de libro, los puse en una bolsa negra, me regresé por el pasillo y los mandé por el chute de la basura desde el sexto piso.
Mientras la bolsa caía, borré con rabia el teléfono de Ricardo. Crack, sonaron los cristales del cuadro en el fondo del túnel. Todos mis recuerdos de París los había creado en un viaje a Nueva York. Todos mis ahorros iban a ser para ver la torre de verdad este fin de año. Pero rompí una promesa sobre guardar recuerdos que me había hecho a los 25 años, cuando se murió mi papá. Su casa estaba llena de cosas: miles de fotos con letreros detrás, botellas vacías de algún perfume, hormas de zapatos de todos los tamaños, guitarras sin cuerdas, flores secas, libretas de teléfonos, relojes parados y hasta mechones de pelo; cosas que le quitaron espacio para vivir, las ganas de viajar y que, en últimas, lo mataron de tristeza.
A las 5 de la tarde pasa la basura.
El cuadro, ¡cómo me gustaba! Había visto la imagen por primera vez en la clase de artes en la universidad, la mejor clase de toda mi carrera de ingeniería. Mi profesora proyectaba con filminas las obras que estudiábamos en el momento. Recuerdo que estaba recogiendo algo del piso y cuando me levanté vi toda la pared amarilla, cerré un poco los ojos para enfocar y otros colores formaron un gato, un marco y una torre que me hicieron entrar en París en un solo segundo. El cuadro era París por la ventana, de Chagall.
Dos años después de guardar esa imagen en la colección de recuerdos mentales (que por inevitables son los únicos que tolero), hice un viaje de tres días a Nueva York. El único objetivo de ese fin de semana era ver de frente el cuadro de Chagall, así que el primer día dejé la maleta botada en la cama del hotel, pregunté cómo llegar a Manhattan, tomé el New Jersey Transit, después el metro y llegué al Guggenheim. No encontré mi carné de estudiante y tuve que pagar los 18 dólares de la entrada. Con un papel-guía en la mano subí corriendo las escaleras y vi al Violinista Verde, después un reflejo amarillo me hizo voltear hacia atrás; era la imagen de Paris vista desde más de diez ventanas en menos de un segundo, con colores más brillantes y diez veces, otra vez diez veces más grande de la que había visto reflejada en la pared del salón de clases dos años atrás. No pude evitar comprar una postal con la imagen a la salida del museo, la misma que hasta el viernes pasado tenía enmarcada en el centro de la pared blanca de la sala de mi apartamento.
Al otro día (sábado) salí de la Quinta, el hotel en donde me estaba quedando, y me fui para Chinatown a caminar, a ver letreros de todos los colores y a comer landután o ramdután, no le entendí bien al vendedor, que es una frutica con cara de erizo de mar muy roja que siempre hay en los mercados callejeros. Y por ahí, entre colgantes para la suerte, bambús enrollados y señores que escriben el nombre de los turistas en chino, encontré una torrecita de París de unos diez centímetros de alto que valía 50 centavos. Era casi regalada porque le hacía falta un pedazo de la punta. Me dio tanta tristeza pensar en lo geográficamente perdida que estaba, desde cualquier punto de vista, que saqué dos monedas y me la llevé. Al fin y al cabo no era un recuerdo de Chinatown ni de Nueva York, era una obra de caridad que después puse como único adorno en mi biblioteca.
En mi tercer y último día tenía tantos lugares por conocer que me tomó todo el recorrido desde el Liberty hasta la Estación Central para decidirme. Pensé en la Estatua de la Libertad, en lo que fueron las Torres Gemelas, en el Empire State y hasta en el zoológico del Central Park, pero por ese tema de evitar recuerdos me decidí por Little Italy. Comí en uno de los restaurantes que invaden las calles, caminé entre las ventas callejeras de llaveros y postales de Marlon Brando, mientras oía la eterna banda sonora de El Padrino; y, en una caja casi sobre el piso, encontré un separador de libro en que la punta de la Torre Eiffel se doblaba para apartar la hoja de turno. Costaba sólo 30 centavos y, así como la torrecita que compré en Chinatown, también parecía perdido entre tantas copas, ceniceros, encendedores, lapiceros y banderas de Italia.
Esa noche cuando llegué al hotel, guardé la postal, la torre sin punta y el separador dentro de mi maleta, tomé un bus hasta el Liberty que quedaba a menos de 10 cuadras de mi hotel y en la madrugada, al llegar a Bogotá, puse los únicos adornos de mi apartamento que tuve hasta el viernes pasado.
Fueron tres días en Nueva York y tres recuerdos de París. Ahora tengo que regresar, ya pasó la basura.
...
Sobre la autora:
Isabel Cristina Arenas. Escritora colombiana (Bucaramanga, 1980). Finalista del I Concurso de Cuento Corto Álvaro Cepeda Samudio de Sic Editorial (2005). Participó en el Taller de Creación de Cuento Luziérnaga Café Libro (2010) y en el Taller de Escrituras Creativas Ciudad de Bogotá (2011). El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011). Blog personal: www.elhermafroditadormido.com
No me gusta recordar; borro fotos, boto objetos, porque no me gusta tener nada físico que me haga sentir nostalgia, con el presente basta. Sólo una vez tuve recuerdos materiales y se vinieron abajo, literalmente.
Eso fue el viernes pasado, una mujer kamikaze de Al Qaida acabó en menos de dos horas con la Torre Eiffel. La noticia la supe por Ricardo, mi mejor amigo que vive en Francia y que esperaba mi visita este diciembre. Yo iba subiendo por el ascensor de mi edificio cuando recibí su llamada, me contó que había visto desde la ventana de su estudio cómo se iba cayendo la torre por pedazos. Tan pronto colgué, abrí mi apartamento, cogí el cuadro, la torre y el separador de libro, los puse en una bolsa negra, me regresé por el pasillo y los mandé por el chute de la basura desde el sexto piso.
Mientras la bolsa caía, borré con rabia el teléfono de Ricardo. Crack, sonaron los cristales del cuadro en el fondo del túnel. Todos mis recuerdos de París los había creado en un viaje a Nueva York. Todos mis ahorros iban a ser para ver la torre de verdad este fin de año. Pero rompí una promesa sobre guardar recuerdos que me había hecho a los 25 años, cuando se murió mi papá. Su casa estaba llena de cosas: miles de fotos con letreros detrás, botellas vacías de algún perfume, hormas de zapatos de todos los tamaños, guitarras sin cuerdas, flores secas, libretas de teléfonos, relojes parados y hasta mechones de pelo; cosas que le quitaron espacio para vivir, las ganas de viajar y que, en últimas, lo mataron de tristeza.
A las 5 de la tarde pasa la basura.
El cuadro, ¡cómo me gustaba! Había visto la imagen por primera vez en la clase de artes en la universidad, la mejor clase de toda mi carrera de ingeniería. Mi profesora proyectaba con filminas las obras que estudiábamos en el momento. Recuerdo que estaba recogiendo algo del piso y cuando me levanté vi toda la pared amarilla, cerré un poco los ojos para enfocar y otros colores formaron un gato, un marco y una torre que me hicieron entrar en París en un solo segundo. El cuadro era París por la ventana, de Chagall.
Dos años después de guardar esa imagen en la colección de recuerdos mentales (que por inevitables son los únicos que tolero), hice un viaje de tres días a Nueva York. El único objetivo de ese fin de semana era ver de frente el cuadro de Chagall, así que el primer día dejé la maleta botada en la cama del hotel, pregunté cómo llegar a Manhattan, tomé el New Jersey Transit, después el metro y llegué al Guggenheim. No encontré mi carné de estudiante y tuve que pagar los 18 dólares de la entrada. Con un papel-guía en la mano subí corriendo las escaleras y vi al Violinista Verde, después un reflejo amarillo me hizo voltear hacia atrás; era la imagen de Paris vista desde más de diez ventanas en menos de un segundo, con colores más brillantes y diez veces, otra vez diez veces más grande de la que había visto reflejada en la pared del salón de clases dos años atrás. No pude evitar comprar una postal con la imagen a la salida del museo, la misma que hasta el viernes pasado tenía enmarcada en el centro de la pared blanca de la sala de mi apartamento.
Al otro día (sábado) salí de la Quinta, el hotel en donde me estaba quedando, y me fui para Chinatown a caminar, a ver letreros de todos los colores y a comer landután o ramdután, no le entendí bien al vendedor, que es una frutica con cara de erizo de mar muy roja que siempre hay en los mercados callejeros. Y por ahí, entre colgantes para la suerte, bambús enrollados y señores que escriben el nombre de los turistas en chino, encontré una torrecita de París de unos diez centímetros de alto que valía 50 centavos. Era casi regalada porque le hacía falta un pedazo de la punta. Me dio tanta tristeza pensar en lo geográficamente perdida que estaba, desde cualquier punto de vista, que saqué dos monedas y me la llevé. Al fin y al cabo no era un recuerdo de Chinatown ni de Nueva York, era una obra de caridad que después puse como único adorno en mi biblioteca.
En mi tercer y último día tenía tantos lugares por conocer que me tomó todo el recorrido desde el Liberty hasta la Estación Central para decidirme. Pensé en la Estatua de la Libertad, en lo que fueron las Torres Gemelas, en el Empire State y hasta en el zoológico del Central Park, pero por ese tema de evitar recuerdos me decidí por Little Italy. Comí en uno de los restaurantes que invaden las calles, caminé entre las ventas callejeras de llaveros y postales de Marlon Brando, mientras oía la eterna banda sonora de El Padrino; y, en una caja casi sobre el piso, encontré un separador de libro en que la punta de la Torre Eiffel se doblaba para apartar la hoja de turno. Costaba sólo 30 centavos y, así como la torrecita que compré en Chinatown, también parecía perdido entre tantas copas, ceniceros, encendedores, lapiceros y banderas de Italia.
Esa noche cuando llegué al hotel, guardé la postal, la torre sin punta y el separador dentro de mi maleta, tomé un bus hasta el Liberty que quedaba a menos de 10 cuadras de mi hotel y en la madrugada, al llegar a Bogotá, puse los únicos adornos de mi apartamento que tuve hasta el viernes pasado.
Fueron tres días en Nueva York y tres recuerdos de París. Ahora tengo que regresar, ya pasó la basura.
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Sobre la autora:
Isabel Cristina Arenas. Escritora colombiana (Bucaramanga, 1980). Finalista del I Concurso de Cuento Corto Álvaro Cepeda Samudio de Sic Editorial (2005). Participó en el Taller de Creación de Cuento Luziérnaga Café Libro (2010) y en el Taller de Escrituras Creativas Ciudad de Bogotá (2011). El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011). Blog personal: www.elhermafroditadormido.com
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