(Fragmento de la novela Lección en la penumbra)
La mayoría de mis conocidos afirmaron que yo maté a mi cuñado, el recordado Anemiao. Familiares y amigos cercanos me miraron con desprecio luego de esos comentarios. Ciertos personajes de mi narrativa saben que debo darles muerte, pese a la empatía que hayamos podido lograr. Sin embargo, hay otros personajes a los que por haberles tenido tanto amor, me cuesta trabajo despedir.
Los extraños correos electrónicos que he venido recibiendo por parte de un misterioso navegante, intuyo que pueden ser de Diana. Luego de la más reciente conversación que tuvimos, pienso que ella, en la distancia, sólo me recuerda para culparme por la muerte de su hermano. En fin… (Bostezos)… Qué sueño tengo… (Zzzz)…
* * *
Llena de prejuicios
Temes a aquello que te escribo.
¿Acaso un adulto colibrí
puede causar daño a la rosa abotonada?
La madurez de la flor da cuanto tiene que dar.
La aurora despierta intensamente
sin temor al ardor del día.
Mía es la experiencia
expuesta al arma de tu perversa candidez.
¿Qué sería de tu primavera
si no naciera en mi invierno?
* * *
El canto de un gallo acaba de despertarme. Estiro mis brazos y bostezo para desperezarme. Empiezo a recordar que cuando Anemiao me presentó a su hermana fui presa de su encantadora sonrisa. Al verla tan alegre recurrí afanosamente a algunos chistes que yo conocía. También improvisé otros, intentando darle a cada uno un toque personal, para que todo lo que dijera sonara como si fueran anécdotas propias.
—¡Qué bobo eres! —me decía, y soltaba a la vez su preciosa risotada que provocaba en mí todo tipo de ilusiones. Sin embargo, nuestra diferencia de edades siempre había sido, desde su punto de vista, un obstáculo para el amor. Alguna vez aceptó tener una relación conmigo, pero sólo gracias a la previa solidaridad de su hermano tartamudo. Tiempo después comenzó a verme con temor. Mi perspectiva de la vida, de los seres y de las cosas la asustaron —mucho más al leerle algo de los escritores que me agradan—.
Mi recordado Anemiao me contó antes de morir que él había estudiado literatura en la Universidad Nacional de Colombia, y culpó su tartamudeo de haber mantenido atada también su voz literaria. Impaciente me manifestó su gusto exagerado por la novela negra, los cuentos policíacos y de terror. Cuando trabajó conmigo en la mina de Coscuez me recomendó que cuando quisiera combatir el aburrimiento volviera a Bogotá, para descubrir así la posibilidad de sana interacción y reflexión en alguno de los muchos talleres literarios que la capital ofrece. Pienso que me hizo esta recomendación al soslayar mi capacidad para fantasear y plasmar con credibilidad desvaríos y perversiones.
—Usted va a ser más malo que yo —me repetía una y otra vez con su intermitente voz de tartamudo, en tanto me iba entrenando y me enseñaba ciertos libros, gracias a los cuales adquirí algo más que las armas de la literatura…
Cada vez que me encontraba con su hermana, ella recriminaba mi ausencia en el sepelio de su hermano.
—Usted es culpable de su muerte y ni siquiera fue a su entierro —me decía—. Eso hace que para mí cobren fuerza los rumores de la gente. En el pueblo era mucho el respeto que le tenían y no creo que algún paisano se hubiera atrevido a matarlo. Sólo usted conocía al dedillo cómo hacerlo con facilidad. ¿O me lo va a negar?
—Sé cómo ocurrió todo eso. Pero no me culpe sin antes escucharme —le dije—. Lo que le voy a contar es importante, pero por favor no me pregunte cómo lo supe. Simplemente me enteré por sus propias palabras tiempo atrás, eso es todo. Un día antes de su muerte él visitó la finca de su mamá para despedirse de ella. Le confesó la gran cantidad de crímenes cometidos y también que ese mismo sábado mataría a una persona más, por su voluntad, por el solo ánimo de completar a su haber una suma de cuarenta y nueve asesinados. Simplemente quería alcanzar esa suma, sus extrañas razones usted tampoco las comprendería:
«Al completar esa cifra, llegará alguien de confianza y me matará. Madre: ya no siento euforia al matar. Sin esa adrenalina, ya no tengo motivos para vivir», me dijo alguna vez que en esas mismas palabras se lo diría a su mamá posteriormente. Estoy seguro que la visita a su madre un día antes de morir fue para eso, tal como se lo estoy contando.
—¡Vea, pues! Su convicción acerca de esos hechos me asombra, pero la verdad, me deja con muchas dudas. ¿Por qué tiene esa información si no estuvo en el sepelio de mi hermano y aparte de eso, días después del sepelio tampoco lo han visto por aquí? ¿Por qué se ausentó entonces?
Desde ese día fueron escasos mis encuentros con ella. Pasaban varios meses para que casualmente volviéramos a vernos. La última vez que nos encontramos me dejó claro que no quería saber nada de mí:
—Lo único que ahora me gusta de usted —me dijo—, es que me mira directamente a los ojos. No sé por qué antes no lo había hecho. ¿Acaso en verdad me quería?
Entonces se despidió de mí, dejándome su figura y su misterio como mi más compleja pregunta. Un arco iris marcó su diálogo cada vez para mí. La noche no quiere hablarme de ella desde entonces.
...
Sobre el autor:
Nixon Candela Pineda. Boyacense evadido de la zona esmeraldífera para perderse tras la veta de la literatura. Novelista y cuentista, amante de la poesía. Asistió al Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre 2006 y 2010. El fragmento aquí publicado hace parte de la antología "Cuaderno 2011", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).
La mayoría de mis conocidos afirmaron que yo maté a mi cuñado, el recordado Anemiao. Familiares y amigos cercanos me miraron con desprecio luego de esos comentarios. Ciertos personajes de mi narrativa saben que debo darles muerte, pese a la empatía que hayamos podido lograr. Sin embargo, hay otros personajes a los que por haberles tenido tanto amor, me cuesta trabajo despedir.
Los extraños correos electrónicos que he venido recibiendo por parte de un misterioso navegante, intuyo que pueden ser de Diana. Luego de la más reciente conversación que tuvimos, pienso que ella, en la distancia, sólo me recuerda para culparme por la muerte de su hermano. En fin… (Bostezos)… Qué sueño tengo… (Zzzz)…
* * *
Llena de prejuicios
Temes a aquello que te escribo.
¿Acaso un adulto colibrí
puede causar daño a la rosa abotonada?
La madurez de la flor da cuanto tiene que dar.
La aurora despierta intensamente
sin temor al ardor del día.
Mía es la experiencia
expuesta al arma de tu perversa candidez.
¿Qué sería de tu primavera
si no naciera en mi invierno?
* * *
El canto de un gallo acaba de despertarme. Estiro mis brazos y bostezo para desperezarme. Empiezo a recordar que cuando Anemiao me presentó a su hermana fui presa de su encantadora sonrisa. Al verla tan alegre recurrí afanosamente a algunos chistes que yo conocía. También improvisé otros, intentando darle a cada uno un toque personal, para que todo lo que dijera sonara como si fueran anécdotas propias.
—¡Qué bobo eres! —me decía, y soltaba a la vez su preciosa risotada que provocaba en mí todo tipo de ilusiones. Sin embargo, nuestra diferencia de edades siempre había sido, desde su punto de vista, un obstáculo para el amor. Alguna vez aceptó tener una relación conmigo, pero sólo gracias a la previa solidaridad de su hermano tartamudo. Tiempo después comenzó a verme con temor. Mi perspectiva de la vida, de los seres y de las cosas la asustaron —mucho más al leerle algo de los escritores que me agradan—.
Mi recordado Anemiao me contó antes de morir que él había estudiado literatura en la Universidad Nacional de Colombia, y culpó su tartamudeo de haber mantenido atada también su voz literaria. Impaciente me manifestó su gusto exagerado por la novela negra, los cuentos policíacos y de terror. Cuando trabajó conmigo en la mina de Coscuez me recomendó que cuando quisiera combatir el aburrimiento volviera a Bogotá, para descubrir así la posibilidad de sana interacción y reflexión en alguno de los muchos talleres literarios que la capital ofrece. Pienso que me hizo esta recomendación al soslayar mi capacidad para fantasear y plasmar con credibilidad desvaríos y perversiones.
—Usted va a ser más malo que yo —me repetía una y otra vez con su intermitente voz de tartamudo, en tanto me iba entrenando y me enseñaba ciertos libros, gracias a los cuales adquirí algo más que las armas de la literatura…
Cada vez que me encontraba con su hermana, ella recriminaba mi ausencia en el sepelio de su hermano.
—Usted es culpable de su muerte y ni siquiera fue a su entierro —me decía—. Eso hace que para mí cobren fuerza los rumores de la gente. En el pueblo era mucho el respeto que le tenían y no creo que algún paisano se hubiera atrevido a matarlo. Sólo usted conocía al dedillo cómo hacerlo con facilidad. ¿O me lo va a negar?
—Sé cómo ocurrió todo eso. Pero no me culpe sin antes escucharme —le dije—. Lo que le voy a contar es importante, pero por favor no me pregunte cómo lo supe. Simplemente me enteré por sus propias palabras tiempo atrás, eso es todo. Un día antes de su muerte él visitó la finca de su mamá para despedirse de ella. Le confesó la gran cantidad de crímenes cometidos y también que ese mismo sábado mataría a una persona más, por su voluntad, por el solo ánimo de completar a su haber una suma de cuarenta y nueve asesinados. Simplemente quería alcanzar esa suma, sus extrañas razones usted tampoco las comprendería:
«Al completar esa cifra, llegará alguien de confianza y me matará. Madre: ya no siento euforia al matar. Sin esa adrenalina, ya no tengo motivos para vivir», me dijo alguna vez que en esas mismas palabras se lo diría a su mamá posteriormente. Estoy seguro que la visita a su madre un día antes de morir fue para eso, tal como se lo estoy contando.
—¡Vea, pues! Su convicción acerca de esos hechos me asombra, pero la verdad, me deja con muchas dudas. ¿Por qué tiene esa información si no estuvo en el sepelio de mi hermano y aparte de eso, días después del sepelio tampoco lo han visto por aquí? ¿Por qué se ausentó entonces?
Desde ese día fueron escasos mis encuentros con ella. Pasaban varios meses para que casualmente volviéramos a vernos. La última vez que nos encontramos me dejó claro que no quería saber nada de mí:
—Lo único que ahora me gusta de usted —me dijo—, es que me mira directamente a los ojos. No sé por qué antes no lo había hecho. ¿Acaso en verdad me quería?
Entonces se despidió de mí, dejándome su figura y su misterio como mi más compleja pregunta. Un arco iris marcó su diálogo cada vez para mí. La noche no quiere hablarme de ella desde entonces.
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Sobre el autor:
Nixon Candela Pineda. Boyacense evadido de la zona esmeraldífera para perderse tras la veta de la literatura. Novelista y cuentista, amante de la poesía. Asistió al Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre 2006 y 2010. El fragmento aquí publicado hace parte de la antología "Cuaderno 2011", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).
1 comentario:
excelente el trato con el prosa poètica.
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