jueves, 5 de enero de 2012

Una razón para sonreír (por Álvaro Vanegas)

“Yo, la verdad, estaba muerto. Recuerdo que cuando pequeño no pensaba que terminaba así.” Aldo Nove. Superwoobinda


No parecía posible que un ser humano oliera tan mal, pero sí lo era, y ahí estaba Fabián, entrando a la sala de juntas. Llevaba la mirada vacía de los enajenados y una sonrisa perversa, siniestra. Todos lo miraron, extrañados no sólo por su expresión, sino por el hecho de que Fabián llevaba casi dos meses sin trabajar allí. El recién llegado observó por un segundo cada par de ojos, haciendo que un estremecimiento recorriera la espalda de todos los presentes. Con la misma sonrisa perversa se dirigió a la ventana, la abrió con parsimonia y se lanzó. Once pisos y unos cuantos segundos lo separaban del suelo. El impacto dejó a Fabián contorsionado de cualquier manera, despedazado. Sus partes regadas a lo largo de varios metros de la Carrera Séptima. Se escucharon unos gritos furtivos, los carros que pasaban se detuvieron en seco, alguna persona no pudo contener el vómito. La sonrisa, ahora sin dientes, se negó a desaparecer, incluso perduró cuando unas horas después, el cuerpo de Fabián, que ahora era un siniestro rompecabezas, reposaba en una mesa en medicina legal y la ciudad había recuperado su ritmo normal. Una macabra broma del universo.

Una hora antes, Fabián salió de su apartamento en el centro. Los pocos vecinos que lo vieron salir, sintieron un atisbo de alivio al notar que, por fin, luego de varias semanas, Fabián se había bañado. Bajó las escaleras y caminó por la Calle 19, saludando y sonriendo a todo aquel que lo miraba. Al llegar a la Carrera Séptima, tomó un bus, pagó con un billete de veinte mil que, por mera casualidad, encontró en el pantalón. No recibió las vueltas. El conductor lo miró a los ojos, incrédulo, dispuesto a insistir en darle a Fabián su dinero, pero lo que vio fueron dos hoyos negros que lo asustaron hasta los huesos; estuvo a punto de perder el control del vehículo. Prefirió, y esto sería algo que siempre se recriminaría, romper el billete en cuatro pedazos y lanzarlos por la ventana. Había varias sillas vacías, pero Fabián permaneció de pie en la parte posterior del bus, justo al lado de una señora de unos cincuenta años y, sin poder evitarlo, se cagó, justo ahí. Ya estaba acostumbrado a esas cosas, se le salían de las manos, eran inevitables. La señora no lo miró, pero cuando se apercibió de su presencia, se levantó del asiento y se bajó del bus. Ni siquiera había notado la mierda que salía de los pantalones de Fabián. Tardó varios segundos en caer en la cuenta de que se había bajado varias cuadras antes de su destino, y, aún así, la extraña certeza de que algo malo se cernía sobre ella, la mantuvo paralizada en la esquina por varios minutos, hasta que, a cuenta gotas, se fue diluyendo la certeza. Un par de horas después había olvidado el incidente.

La gente percibió el rancio olor que desprendía ahora Fabián, pero nadie dijo nada, no se atrevieron, todos procuraron mantenerse en silencio y mirar hacia otro lado.
Fabián se bajó del bus justo en frente del edificio de once pisos. El celador lo vio, pero algo le impidió preguntarle a dónde iba. Fabián subió al ascensor, causando la manifiesta incomodidad de todos los demás pasajeros. Se bajó en el último piso y se detuvo frente al elevador por unos instantes, parecía estar decidiendo algo. La sala de juntas estaba flanqueada por paredes de cristal, por lo que todos lo vieron aproximarse. Como si fuera un acuerdo implícito, todos miraron al recién llegado. Éste los observó a su vez, con la mano en la puerta, listo para entrar, sin decir nada. Fue una mujer la que se atrevió a hablar.
–Fabián, ¿qué haces aquí? –dijo, sin ser muy consciente del temblor en su voz.
Fabián entró.

Tres horas antes de lanzarse por la ventana, Fabián observaba, asqueado, los cadáveres. En el apartamento reinaba un acre olor a muerte. La sangre en los cuerpos estaba coagulada, y algunas moscas empezaban a rondarlos. Sintió arcadas, pero en su estómago no había nada. Recordó de improviso todo lo sucedido antes de dormirse. La confusión dio paso a una profunda ira. Odiaba a Aquiles, de manera visceral, sin atenuantes. Ese hijo de la gran puta era el responsable de todo ese caos, de toda esa muerte y putrefacción. Tenía que acabar con la obra de teatro, era necesario, urgente. Un inesperado sosiego lo invadió cuando tomó esa decisión. Se dirigió al baño. Pasó por encima del cadáver de su hermana menor. Prefirió no mirarla muy de cerca. Tenía muy claro lo que iba a encontrarse. Se duchó, quitándose las costras de mugre y sangre. Se vistió lo mejor que pudo. Antes de salir de su casa se miró al espejo.
–Hola –dijo Aquiles, con una expresión burlona que atizó más el fuego del interior de Fabián.
–Hola –respondió éste, bajando la mirada, intentando controlar la sonrisa involuntaria que se dibujaba en su rostro.

Unos días antes de suicidarse, Fabián se encontraba sentado en un cómodo sillón en la sala de su casa. El frío que hacía dentro de la vivienda helaba los huesos. Su hermana menor, Viviana, lo miraba, con lágrimas en los ojos, producto de la preocupación y del miedo. Su ex esposa, Laura, la que, exhausta por la ausencia mental de Fabián, lo había dejado tres meses antes, a la que aún amaba con todo su ser, sostenía un trémulo crucifijo entre sus manos. El padre Harper, con su sotana negra y una biblia, lo miraba a los ojos, recitando una oración en latín.
Fabián sentía a Aquiles en toda su dimensión. Se revolvía dentro de él, iracundo y ofendido. Su propia boca pronunciaba unas palabras en algún lenguaje olvidado, unas palabras que resonaban dentro de su cabeza y rebotaban en las paredes de su cráneo. Entendía a medias lo que significaban y agradecía vagamente no entenderlas del todo. Eran, a todas luces, aterradoras. Por fin, el padre Harper, que no estaba preparado para lo que estaba pasando, pues estaba convencido de que todas las posesiones eran, en realidad, enfermedades mentales, poderosas sugestiones, se animó a lanzar el primer golpe directo a Aquiles.
–Dinos tu nombre, por el poder de Dios Todopoderoso, él te lo ordena.
–Aquiles, ya se los dije –respondió Aquiles a través de Fabián.
El padre Harper insistió, necesitaba que dijera su nombre verdadero, era lo primero que explicaba el manual de demonología y exorcismo que había estado estudiando durante años. No tenía mucha experiencia, pero tenía claro que eso sería el primer síntoma de debilidad.
–¡Dinos tu nombre, Dios Todopoderoso te lo ordena!
–¿Dios? –preguntó Aquiles con la voz de un niño de doce años–. ¿Cuál Dios?, ¿el mismo que te vio, padrecito, cuando robaste la mitad de las limosnas del mes pasado para comprar el televisor de plasma que tienes en tu habitación?, ¿ese Dios?
El cura no pudo evitar dar un respingo, pero continuó, sabía que no podía parar.
–Tu nombre, ahora mismo. Él te lo ordena.
–¿Hablas del que te estaba viendo cuando ayer –volvió al ataque Aquiles–, a la luz del sirio pascual, te masturbabas con la foto de la señora Pérez? –Aquiles sonrió con la boca de Fabián, regodeándose en su propia maldad.
–Tu nombre –repitió el sacerdote, simulando una tranquilidad que no sentía, intentando descifrar cómo era posible que Fabián supiera esas cosas–. ¡Tu nombre!
–¡Araxiel! –gritó Fabián, con una voz gutural– Me llamo Araxiel, manada de cerdos, y atodosustedeslesaconsejoquerrecentodaslasoracionesquesepanporquemiseñorlosestáesperando-y-se-le-ha-ce-a-gua-la-bo-ca –de los labios de Fabián escurrió un espeso hilo de baba y sangre, el iris de sus ojos desapareció.
Ni el mismo Fabián estaba preparado para lo que siguió. El crucifijo de Laura terminó atravesando su pecho y destrozando al instante su corazón. Viviana voló por la sala, dos, tres veces. El último golpe contra la pared hizo que su cabeza estallara desde adentro, provocando un sonido que a Fabián le recordó un huevo crudo cayendo al suelo. El padre Harper pudo ver todo el espectáculo, paralizado por un miedo que no creía posible y seguro de que no saldría indemne de aquella masacre. Aquiles, furioso por haber sido obligado a revelar su nombre, lo levantó con los brazos de Fabián y, ayudándose de una columna, partió al sacerdote por la mitad. Como un niño partiendo una galleta.
–Cuando quieras lo intentamos de nuevo –espetó Aquiles.
Fabián no respondió. Caminó de vuelta a la silla, se sentó, observó por última vez en su vida el cielo nocturno bogotano y, tranquilo como no lo había estado en mucho tiempo, cerró los ojos. Durmió durante más de sesenta horas.

Tres años antes de tomar la decisión de morir, Fabián se encontraba en la cúspide de su vida. Un trabajo en una multinacional con un sueldo de ensueño, una novia a la que amaba, con tanta intensidad que rayaba en lo cursi, y un futuro prometedor. Esa mañana se levantó con la sensación de que sería un gran día. Le propondría matrimonio a Laura. Estaba seguro de su respuesta. Se estaba afeitando cuando sintió algo raro en el cuello, una punzada, sólo eso. Luego, una especie de opresión en el pecho. Para cuando se estaba vistiendo, estas sensaciones habían desparecido. Salió de su casa, convencido de que sería un gran día. La vida es buena, pensó, con una estúpida sonrisa en los labios.

...

Sobre el autor:
Álvaro Vanegas. Bogotano. 31 años. Amante del terror en el cine y la literatura. Ha escrito varios guiones para cortometrajes y se dedica a la literatura desde hace un poco más de seis años. Hasta ahora ha escrito dos libros, uno de cuentos y una novela, que espera sean publicados próximamente. Su relato “Tiene que Hacerse” le valió su primera publicación en físico, por parte de la página web española, mascultura.com, en una selección de 16 cuentos que se hizo entre más de 260. “Parmenio el Invisible”, le alcanzó para ocupar el quinto puesto entre más de cien, en la categoría de fantasía en un concurso organizado por la página ociozero.com. Con “Equilibrio” ocupó el cuarto puesto en el concurso de escritores e ilustradores “Historias Inversas”, organizado por descritos.com. Hizo parte del Taller de Creación de Cuento en Luziérnaga Café Libro en 2010. El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

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