sábado, 7 de enero de 2012

Motor inmóvil (por Camilo Vásquez)

Raudo, impulsando la silla con un viento ardiente que surge del pecho. Las manos se aferran al círculo de metal y sobre el asfalto giran las ruedas que transfiguran el cuerpo y atraen miradas distraídas.
Los brazos compiten con toneladas de metal y plástico; tendones contra hélices, pistones contra músculo.
El eje inmóvil rompe el hechizo de la inercia, tal como al principio del existir lo hizo el motor que dio origen al cosmos. La nada desaparece, la quietud cesa, e infinitas partículas se expanden, corren, atraviesan y chocan en todas direcciones generando el movimiento que define la vida.
La gorra ajustada en la frente, el sol haciendo cada vez más oscuros los brazos y el dorso de las manos. Veloz, el polvo entra a los ojos y por la boca entreabierta, baja por la garganta y se deposita en ella. Las motos lo esquivan por centímetros pero el tráfico respeta su espacio, esa franja indeterminada que a veces se concede a bicicletas y caminantes distraídos.
Los autos rugen y el aire que choca contra ellos pasa silbando por su cuello. La espalda, los hombros, el pecho, los antebrazos, todo se mueve en perfección orgánica con ritmo incesante. Lleva setenta cuadras, faltan veinte, los diez minutos que le quedan son suficientes, apenas.
Gana tres metros con cada vez que empuja las ruedas, puede lograrlo si los carros que se apelmazan en el semáforo arrancan a tiempo, están a solo diez brazadas. No, el semáforo no rompe su calma y debe detenerse, frenar, perder la velocidad que ganó haciendo arder sus brazos.
Rápido, lo suficiente para acelerar en la ligera subida. De lejos puede verlo, no hay nadie en la caseta, ya lleva puesto el chaleco rojo, la silla apenas se detiene cuando ya ha abierto el candado dejando que los eslabones oxidados toquen su breve canción metálica cuando la cadena toca el suelo.
Seis y cincuenta y nueve, casi nunca hay nadie ahí a esa hora, pero la cámara sobre el poste no se va nunca, su reloj jamás se atrasa; no importa, este será otro día en el que no le podrán decir que no les importa que sea un tullido de mierda y que si llega tarde va a ser despedido.
Sus palpitaciones ceden gradualmente, saca el trapo rojo y empieza a agitarlo a la orilla de la calle. Su carrera fue un éxito. Ahora tiene catorce horas para guiar los carros al parqueadero, hacer que se estacionen sin crear obstrucciones, dejando campo para abrir las puertas, y que paguen por cada minuto que permanezcan en ese pequeño valle de cemento. Tienen que pagar, tienen que pagar por el privilegio de no seguir en movimiento.

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Sobre el autor:
Camilo Vásquez. Escritor, historiador de la Pontificia Universidad Javeriana, especialista en periodismo de la Universidad de los Andes, ilustrador y fotógrafo freelance. Su trabajo se basa en el arquetipo y el mito, lo universal de lo cotidiano, el infinito interior. Sus publicaciones incluyen ilustraciones para antologías poéticas y artículos en Semana.com, Conexión Colombia y otros medios digitales. Actualmente trabaja como coordinador de comunicaciones para atender la ola invernal con el Instituto Colombiano Agropecuario, como ilustrador de un proyecto de socialización de la Ley de Víctimas a los menores de edad para la Organización Internacional para las migraciones OIM y está cursando la Maestría en Estética e Historia del Arte de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Dice tener pruebas de que el centro absoluto del universo se encuentra en un mohoso rincón de una vivienda multifamiliar en la sabana de Bogotá y encontrarse en posesión de una semilla que le fue entregada por un ser inorgánico; la comunidad científica y las autoridades jurídicas y fiscales no han refutado o comprobado dichas aseveraciones. Asistió al Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre 2009 y 2010. El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Cuaderno 2011", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

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