domingo, 8 de enero de 2012

Ernestina París (por Henry Linares)

La puerta del bar se abre y con un viento frio entran los dos hombres. Parapetados en sus abrigos de paño negro, se tambalean. Chocan con las patas de las sillas puestas sobre las mesas en la penumbra del bar a la hora de cierre. Lisandro desde la barra los observa y piensa en el infortunio de su presencia.
Los hombres desembarcan dos sillas, el más viejo levanta la mano con un movimiento que a Lisandro le parece más una despedida. Ha visto tantos hombres pasar por las puertas de su bar que estos dos son solo una fatiga más. Se acerca, descarga las dos sillas restantes y limpia la mesa con el delantal en un movimiento automático.
—¡Una botella de ron y tres vasos! —ordena el hombre del gorro de lana negro. El otro, con las manos apoyadas en la mesa, mira por debajo de la visera de su quepis. No se interesa por el pedido, observa fijamente a la mujer que baila con una mano apoyada en la rocola y en la otra un vaso.
—¿Tres vasos? —interpone Lisandro—. ¿Viene alguien más con ustedes?
—¡No!, es para la rubia de la rocola, que está que se come viva.
Los dos hombres chocan con fuerza las manos y acercan sus cabezas, se miran directo con las manos crispadas por el esfuerzo y se sueltan sin decir nada. El del quepis le muestra al otro la mujer, ambos quedan atrapados: la rubia, apoyada en la rocola, dobla las rodillas con las piernas abiertas, en una escena de éxtasis.
Mientras se dirige a la barra, Lisandro se arrepiente de tener abierto el local a esa hora, pero cuando su mujer se emborracha no le permite cerrar temprano y se dedica a bailar frente a la rocola. Dice que le recuerda cuando era hermosa y los hombres enloquecían por ella.
En el bar ensombrecido, apenas iluminado por la rocola, los tangos que Ernestina baila lo consternan aún más. Las sillas invertidas sobre las mesas parecen pedazos de un naufragio. Lisandro emplaza la botella de ron, los tres vasos y una hielera sobre la bandeja, la levanta y se encauza por entre las mesas. Descarga la bandeja, acomoda los vasos en triángulo y destapa el frasco.
—¿Con hielo? —pregunta.
Los dos hombres niegan con la cabeza, sirve los vasos hasta el borde.
—¿Esa mujer es suya? —le pregunta el más viejo.
Lisandro no responde, hace tiempo sabe que Ernestina no es de nadie. La encontró una madrugada a la orilla del río casi muerta, con varias puñaladas en la espalda, un seno desgarrado por un mordisco. La llevó a su cuarto detrás del bar y la cuidó como a un cachorro perdido. Pero ella nunca olvidó la calle.
—Entonces, ¿podemos jugar con ella? —interviene el más joven, balbuceante. Se ilumina su rostro carcomido por el mar y se acoplan las manos codiciosas—. Hace meses que estamos en ese apestoso carguero y necesitamos diversión.
—¿Jugar? —le responde su camarada con voz de mando, casi un reproche—. Yo no quiero jugar… quiero a esa rubia para mí, quiero comer su carne, saborear su sangre y destrozarla con mis manos.
—No, no quiero volver a la cárcel, además nunca queda nada para mí ¡siempre me tocan los restos! —grita el joven, agarrando al otro por la solapa del abrigo.
—¡Pues la echamos a la suerte! —responde el del quepis, liberándose violentamente.
—Ella no es de juegos, tengan cuidado —advierte Lisandro sin dejar de mirarla.
Ernestina tiene el pelo rubio desecho sobre los ojos y una línea negra le divide la cabeza en dos. El vestido verde ajustado se encarama en sus caderas y los zapatos rojos de tacón alto hacen juego con sus labios. Los dos hombres se miran y sueltan una carcajada.
—He jugado con muchas como esa y en muchos lugares… Y jamás he perdido una partida con la muerte.
Por primera vez Lisandro se fija en el hombre: debajo del quepis unos ojos negros le etiquetan la jeta, la boca de labios grises muestra con cada risotada dientes puntiagudos, dos fosas negras en el centro de la cara le dan la apariencia de un mono. El hombre se levanta, llena el tercer vaso, algo de ron se riega sobre la mesa. Agarra la botella y transita el bar hasta la rocola, donde Ernestina escudriña el contenido. Lisandro se aleja de la mesa cuando el individuo sentado aquilata otro sorbo de ron.
Ernestina París gira la cabeza cuando el hombre asoma el trago. Lo mira, toma el vaso y lo desocupa en un sorbo. Ya no es joven ni delicada, y no deja nada al azar. Devuelve el cristal a su cortejador y con un dedo le roza la mejilla agrietada. Mira a su esposo en la barra con desprecio, cruza un brazo sobre la espalda del individuo y siente su mano bajar por las caderas como una serpiente fría. Se deja llevar a la mesa y se sienta en medio de los dos hombres, besando la mejilla del otro sujeto que le llena de nuevo el vaso.
Desde la barra Lisandro la ve cachondearse en medio de los dos clientes, los abraza y cada uno besa la mejilla que ella ofrece, pero él no siente rabia. Una tristeza insignificante le ensarta el pecho y una esperanza gobierna su mente: que esa noche la mujer no volverá nunca más.
El más joven reparte el residuo de la botella mientras el otro le dice algo a Ernestina al oído. Ella se levanta inestable y recoge el abrigo de peluche blanco abandonado sobre la rocola, vacilante se dirige a la barra y le dice a Lisandro:
—No me esperes en la puerta esta noche.
Los labios gruesos y ajados, ya sin colorete, dejan un beso en la frente de Lisandro. Él no intenta esquivarlo, queda desamparado mirando a su mujer largarse apoyada en el lomo de estas criaturas tenebrosas, ignorantes de que solo mirarla ya es perder. Se dirige a la puerta, Ernestina cargada por los dos hombres le parece un soldado herido. A lo lejos las luces de las grúas en el puerto parecen luciérnagas volando. Cierra el bar, desconecta la rocola y entra a su tugurio. Cansado se duerme profundo, liberado de una pesada carga.
Las sirenas de las patrullas lo sacan del sopor de la mañana, una moto policial deja un rastro de humo azul a su paso. Entra al restaurante y ordena:
—Deme un café… ¿y qué pasa esta mañana, por qué hay tanta policía?
—¿No sabe, don Lisandro? Encontraron esta madrugada los cuerpos de dos marineros castrados y sin ojos flotando en el malecón, dicen que son del carguero portugués que llego anteanoche.
Lisandro enmudece, el recuerdo del cachorro podrido de nuevo pesa en su continente.

...

Sobre el autor:
Henry Linares. Participo en el Club de Literatura de la Fundación Gilberto Álzate Avendaño desde 2010, así mismo participé en el Taller de edición Palíndrome con la fundación Libro de Arena y en los talleres de cuento de la Red Nacional de Talleres RENATA, organizados por el Ministerio de Cultura y el Gimnasio Moderno, dirigidos por el escritor Carlos Castillo; y el taller de escritura La Arquitectura de la Mentira, con el escritor argentino Pablo Ramos. Fui invitado a la lectura Bogotá Cuenta 2011, en el marco de la Feria del Libro Universitario, organizada por La Universidad del Rosario, el Taller de Cuento Ciudad de Bogotá y la Fundación Libro de Arena.
He publicado los cuentos El arte cuesta y Gentil Garzón, en la revista digital lapalabranet.net de la fundación Cumbre Mundial de Paz. He realizado cursos de plástica y dibujo en la Fundación Fabula, tomé el Taller de cine “Cine, Sociedad y Relación intercultural” con la Universidad Jorge Tadeo Lozano y la Corporación Cine Club EL Muro, y el Taller “Ver y Leer el Cine” en la Escuela de Cine Black María, dirigido por el crítico de cine Augusto Bernal. El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Cuaderno 2011", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

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