Los últimos rayos del sol chocan contra las construcciones, ocultando de a pocos las formas de Dyckman Street. A los edificios van llegando cientos de personas con el pelo desordenado y el cansancio de otro día expresado en el rostro. Un hombre entra al apartamento. El tren retumba a lo lejos. La luz del recibidor se enciende mientras el hombre deposita junto al paragüero un maletín de cuero color caoba.
Lentamente el hombre se va despojando de su vestimenta a medida que camina hacia la sala, la cual todavía permanece a oscuras. Primero la chaqueta del vestido. Todo lo hace con lentitud. Le pesan los días de trabajo interminable. Lleva sobre sus hombros el peso de la rutina. Por esa razón el hombre se quita la chaqueta del vestido al entrar al apartamento, pues tal vez así el peso sobre su espalda se reduzca.
Pero no desaparece. Se afloja la corbata amarilla y tira de ella como si una serpiente venenosa le envolviera el cuello. Tira de la corbata con fuerza, pelea con ella, la odia, y en su pensamiento sólo está el deseo de deshacerse de ella lo más pronto posible. Sin embargo, todo sucede con lentitud, pues sabe que la serpiente amarilla, al final, dejará de ahorcarle cuando se desate el nudo.
El hombre suspira. Recuerda a la mujer del metro que lo miraba como invitándolo a escaparse con ella. Llevaba una falda corta y los labios brillantes. Suspira de nuevo para luego dejar de recordarla. Le aprieta el cinturón, le estorba la camisa. Por eso la desabotona. Primero el botón inferior, después el que le seguía, y después un tercer botón para seguir con el cuarto. Parecía que los botones nunca acabarían, como no acabarían los días llenos de cansancio. Todos los días acababan de la misma manera, con los últimos rayos del sol chocando contra las construcciones de Dyckman Street.
Finalmente la camisa cae al suelo tras mucho desabotonar. El hombre se siente observado. Se siente vulnerable. Ya nada lo protege del frío. Ya nada lo protege de las miradas acusatorias. Pero el peso que lo perseguía aún no ha desaparecido. Qué más da que haga lo que le han repetido tantas veces que no debe hacer.
Entonces decide experimentar. Sacude un poco la pereza y el aburrimiento. Sacude las piernas, los pies, las rodillas, la panza. Sacude los zapatos hasta que estos se desprenden de las medias y golpean el suelo. Qué bueno es deshacerse de las cosas que no sirven. Qué bien se siente sacudir el aburrimiento entre los dedos del pie izquierdo.
Ahora, el acto final para ser libre casi del todo… Los pantalones. ¡Ahh! Los pantalones que resbalan por las piernas, caen hasta los tobillos y de una patada vuelan por los aires como en un partido de futbol; el público enloquece, grita desesperado. Miles de personas observan el triunfal juego.
–Llamaron del banco hace una media hora, dejaste vencer el plazo de la hipoteca –dije como recitando la lista del mercado–… Y tienes el descaro de tirar la ropa por toda la casa…
Ya no reconocía al hombre semidesnudo que se paraba frente a mí. Ese no era el hombre con el que me había casado.
Era cierto que la llamada del banco me había puesto furiosa, pero lo que en verdad me molestaba era la forma en que entraba por la puerta, sin ni siquiera notar mi presencia, y la forma de desvestirse y tirar la ropa por ahí.
Lo que me enfurecía era la manera en que tiraba los pantalones y los hacía volar por el aire como si se tratara de una casa de estudiantes. Cuantas veces debía decirle que no se desvistiera en el recibidor del apartamento sin verificar que no hubiera visitas en la sala. El hombre me miraba aterrado, no sé si por la noticia de la llamada o porque sabía que acababa de hacer lo que más me molestaba en el mundo. O si su mueca se debía a que acababa de descubrir que había estado observándolo desde que abrió la puerta del apartamento. Sus ojos casi se desorbitaban mientras permanecía inmóvil con sus calzoncillos grises enmarcando la barriga y sus medias de rombos a la vista.
–¿No vas a decir nada? –pregunte.
–¿Decir algo como qué?
–No sé… algo. ¿Puedes decirme por qué no has pagado lo de la hipoteca?
Este hombre en verdad lograba sacarme de casillas. No podía ser el mismo que me propuso que nos casáramos a escondidas y que nos fugáramos a una isla tropical. Mi marido se había convertido en un ser que ya no me hablaba, entraba por la puerta todos los días cansado, con el pelo desordenado. Entraba despacio, como si estuviera cansado. Tal vez sí lo estaba. Tal vez se había vuelto desordenado e irresponsable.
Se había convertido en un hombre que se desvestía a mitad del pasillo y creía que la ropa se recogía sola del suelo. Pero, ni las hipotecas se pagan solas, ni la ropa levita por los aires hasta la lavadora.
–Vuelve a vestirte, tus padres nos esperan para comer –avisé mientras me ponía el abrigo.
La luz del sol había dejado de colorear las construcciones de Dyckman Street. Mientras tanto, el hombre semidesnudo e inmóvil permanecía con una mueca de horror en su rostro.
...
Sobre la autora:
Marcela Carrillo Cano es una Artista Visual con énfasis gráfico, nacida en la ciudad de Bogotá, Colombia, en el año de 1986. Actualmente realiza diseños de stands publicitarios y material para publicidad. Taller de Creación de Cuento tomado en el primer semestre del año 2011. El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).
Lentamente el hombre se va despojando de su vestimenta a medida que camina hacia la sala, la cual todavía permanece a oscuras. Primero la chaqueta del vestido. Todo lo hace con lentitud. Le pesan los días de trabajo interminable. Lleva sobre sus hombros el peso de la rutina. Por esa razón el hombre se quita la chaqueta del vestido al entrar al apartamento, pues tal vez así el peso sobre su espalda se reduzca.
Pero no desaparece. Se afloja la corbata amarilla y tira de ella como si una serpiente venenosa le envolviera el cuello. Tira de la corbata con fuerza, pelea con ella, la odia, y en su pensamiento sólo está el deseo de deshacerse de ella lo más pronto posible. Sin embargo, todo sucede con lentitud, pues sabe que la serpiente amarilla, al final, dejará de ahorcarle cuando se desate el nudo.
El hombre suspira. Recuerda a la mujer del metro que lo miraba como invitándolo a escaparse con ella. Llevaba una falda corta y los labios brillantes. Suspira de nuevo para luego dejar de recordarla. Le aprieta el cinturón, le estorba la camisa. Por eso la desabotona. Primero el botón inferior, después el que le seguía, y después un tercer botón para seguir con el cuarto. Parecía que los botones nunca acabarían, como no acabarían los días llenos de cansancio. Todos los días acababan de la misma manera, con los últimos rayos del sol chocando contra las construcciones de Dyckman Street.
Finalmente la camisa cae al suelo tras mucho desabotonar. El hombre se siente observado. Se siente vulnerable. Ya nada lo protege del frío. Ya nada lo protege de las miradas acusatorias. Pero el peso que lo perseguía aún no ha desaparecido. Qué más da que haga lo que le han repetido tantas veces que no debe hacer.
Entonces decide experimentar. Sacude un poco la pereza y el aburrimiento. Sacude las piernas, los pies, las rodillas, la panza. Sacude los zapatos hasta que estos se desprenden de las medias y golpean el suelo. Qué bueno es deshacerse de las cosas que no sirven. Qué bien se siente sacudir el aburrimiento entre los dedos del pie izquierdo.
Ahora, el acto final para ser libre casi del todo… Los pantalones. ¡Ahh! Los pantalones que resbalan por las piernas, caen hasta los tobillos y de una patada vuelan por los aires como en un partido de futbol; el público enloquece, grita desesperado. Miles de personas observan el triunfal juego.
–Llamaron del banco hace una media hora, dejaste vencer el plazo de la hipoteca –dije como recitando la lista del mercado–… Y tienes el descaro de tirar la ropa por toda la casa…
Ya no reconocía al hombre semidesnudo que se paraba frente a mí. Ese no era el hombre con el que me había casado.
Era cierto que la llamada del banco me había puesto furiosa, pero lo que en verdad me molestaba era la forma en que entraba por la puerta, sin ni siquiera notar mi presencia, y la forma de desvestirse y tirar la ropa por ahí.
Lo que me enfurecía era la manera en que tiraba los pantalones y los hacía volar por el aire como si se tratara de una casa de estudiantes. Cuantas veces debía decirle que no se desvistiera en el recibidor del apartamento sin verificar que no hubiera visitas en la sala. El hombre me miraba aterrado, no sé si por la noticia de la llamada o porque sabía que acababa de hacer lo que más me molestaba en el mundo. O si su mueca se debía a que acababa de descubrir que había estado observándolo desde que abrió la puerta del apartamento. Sus ojos casi se desorbitaban mientras permanecía inmóvil con sus calzoncillos grises enmarcando la barriga y sus medias de rombos a la vista.
–¿No vas a decir nada? –pregunte.
–¿Decir algo como qué?
–No sé… algo. ¿Puedes decirme por qué no has pagado lo de la hipoteca?
Este hombre en verdad lograba sacarme de casillas. No podía ser el mismo que me propuso que nos casáramos a escondidas y que nos fugáramos a una isla tropical. Mi marido se había convertido en un ser que ya no me hablaba, entraba por la puerta todos los días cansado, con el pelo desordenado. Entraba despacio, como si estuviera cansado. Tal vez sí lo estaba. Tal vez se había vuelto desordenado e irresponsable.
Se había convertido en un hombre que se desvestía a mitad del pasillo y creía que la ropa se recogía sola del suelo. Pero, ni las hipotecas se pagan solas, ni la ropa levita por los aires hasta la lavadora.
–Vuelve a vestirte, tus padres nos esperan para comer –avisé mientras me ponía el abrigo.
La luz del sol había dejado de colorear las construcciones de Dyckman Street. Mientras tanto, el hombre semidesnudo e inmóvil permanecía con una mueca de horror en su rostro.
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Sobre la autora:
Marcela Carrillo Cano es una Artista Visual con énfasis gráfico, nacida en la ciudad de Bogotá, Colombia, en el año de 1986. Actualmente realiza diseños de stands publicitarios y material para publicidad. Taller de Creación de Cuento tomado en el primer semestre del año 2011. El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).
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