miércoles, 11 de enero de 2012

Cenizas de sueños (por María Luisa Pieschacón Celis)

Frente al aristocrático cenizario de la calle cien, a espaldas de la clínica Barraquer, Abigail rinde culto post mortem al alma de su hijo Ataulfo. Mira con alegría la ostentosa lápida, no sabe leer y, además, poco o nada le importa lo que anuncien las letras doradas que allí se han colocado. Con la criatura en sus brazos y la certidumbre de que los sueños brotan también de las cenizas, vuelve a recordar la infamia cometida y el reparo.

La cloaca nauseabunda que le servía de refugio a Esperanza era más cálida. Había alguien allí que la acompañaba y, cada noche, al apagarse las farolas del patio del antiguo caserón donde vivía, la rodeaba con sus brazos y la poseía, como siempre alguien la poseyó desde la infancia. Esperanza no sabía diferenciar entre hacer el amor, entregarse por dinero o ser reducida a la fuerza por alguna sombra nocturna. Llevaba años deambulando por las calles de esa Bogotá miserable y despiadada que la hizo su habitante. Vivía en ese refugio abandonado del enorme solar que forma parte de esa casona derruida y fría, que hace siglos pudo haber alojado a un marqués de la realeza española. Hoy ese caserón está convertido en un hervidero de gentes menesterosas, asaltantes y mujerzuelas que se vanaglorian de habitar la casa, de la que se sabe bien, sirvió hace años de escenario de la exitosa película “La estrategia del caracol”. Esperanza trabajaba diariamente recogiendo desechos reciclables, trabajo del que obtenía los dos mil pesos que costaba el hueco del solar y los guisados malolientes que compartía con su compañero.

Un día como tantos otros, se acercó a la puerta lateral del Palacio Cardenalicio y, con ayuda de un sirviente del Monseñor Henao, sacaron varias cajas de cartón, objetos de madera, papel y retales de mármol. Al parecer habían hecho una remodelación al interior de la capilla y fregado algún desván. Estaba ansiosa. Se dirigió al acopio de basuras reciclables de la Calle Trece, deteniéndose en el zaguán de un oscuro local de venta de sombreros. Allí, escarbó las cajas con afán, buscando un cofre de madera que había notado y por el que sintió curiosidad. Tan pronto lo abrió, halló unas cenizas de algún ser humano al que no le habían dado sepultura. Todo aquel día Esperanza estuvo inquieta. Sentía que algo bueno y distinto podría brotar de ese hallazgo que rápidamente se convirtió para ella, y sin saber nada acerca de la leyenda mitológica, en su caja de Pandora. Una esperanza allí contenida había recogido hoy en su camino.

Laureano es un hombre tan sucio y maloliente como ella, que cuida carros en las inmediaciones del Chorro de Quevedo, fuma bazuco cuando gana “bien” o huele bóxer o gasolina cuando sus bolsillos cargan pocas monedas. Él se ha convertido en el vaso de agua fresca en el desértico caminar en el sol y la arena de esa niña andrajosa, que casi nueve años atrás se vio perdida en la calle. En la Calle Veintiséis una multitud en avance frenético vituperando a un ciclista, recién campeón de una importante etapa del tour de Francia, separó para siempre sus pequeñas manos de las de una anciana que Esperanza no supo quién era, quizás su abuela o una vecina de la calle angosta, en que recuerda haber vivido. Desde entonces, su camino ha sido de piedras y de lodo; vestida de jirones y trapos; por cama ha tenido el suelo, por compañía, el lumpen de la calle y por mascotas, los animales rastreros. Su infancia y adolescencia fueron una sola. Su pudor fue avasallado por toda suerte de hombres, y a sus casi quince años hoy carga desde hace siete meses un pequeño en su vientre, concebido y gestado en la calle, tal como los perros.

Bajo la exigua luz de la vela que iluminaba su covacha, aquella noche, mientras abrazaba al cuidador de carros, la pequeña recicladora, esperó ver dormido a su compañero, para ir en busca de la anciana Abigail, a la que la niña sentía como la anciana que separaron de su camino. Era medio ciega a causa de las cataratas y pagaba su dormida con el arreglo de las ropas del casero, quien le asignó un espacio fijo en una habitación de cuatro camas. Allí la cama de Abigail estaba resguardada por un enorme armario, en el que ella disponía de un espacio con llave para guardar sus cosas. Era el lugar más seguro de la casa. Por eso Esperanza, aquella noche, tocó en su ventana.
–¿Quién es por Dios?, ¡son las dos de la mañana! –dijo la anciana, con una voz que daba cuenta de que se acaba de despertar.
–Doña Abigail, soy yo, Esperanza. Debo pedirle algo –contestó la niña.
Salió y se convirtió en la confidente de la niña y en la guardiana de la caja de Pandora, que fue puesta, al instante, bajo llave junto con los secretos de aquella viejecita silenciosa.

La rutina volvió a comenzar y la pequeña recicladora, con su carro esferado, salió a su recorrido habitual, dirigiéndose, otra vez y sin reparos, a la puerta lateral del Palacio Cardenalicio. Quería indagar algo, aunque no sabía muy bien qué, ni menos qué pudiera ella hacer con esa información. Desde ayer se había encendido una ilusión de obtener algo a cambio de las cenizas que durmieron con Abigail. Golpeó en la puerta de la sacristía y anunció que venía por basura. El sacristán se emocionó al verla y le preguntó:
–¿Fue usted quien llevó ayer los desechos de la sacristía?
–Sí –respondió la chiquilla con notoria euforia–, ¿qué pasó?
–¿Qué cosas le entregó el sirviente?
–Llevé cajas de cartón, bolsas de papel, recortes de mármol, algunas botellas y metal –con precisión contestó la chiquilla.
–Buscamos una caja de madera muy importante sólo para Monseñor y ha prometido una jugosa recompensa a quien la encuentre. Por favor, si usted la tiene, entréguela, mire que la madre del Monseñor está ahí dentro –rogó el sacristán.
–Voy a buscar en el acopio donde vendí ayer –dijo Esperanza, nada sorprendida por el contenido de la caja.
–Le agradezco si lo hace pronto, yo también sabré gratificarla, pues mi empleo está en un hilo –manifestó el sacristán.
–Y ¿como de cuánto estamos hablando? –preguntó la recicladora, con su acento callejero.
–Mucho, lo sé –respondió el sacristán.
Salió corriendo Esperanza, directamente a donde Abigail a recoger el cofrecillo. Al entrar a la casa “Uribe”, como se le llamó en la película, vio mucha gente y algunos policías que requisaban toda la casa y tenían a más de uno de los habituales huéspedes ya esposados. Buscaban cualquier cosa que fuera considerada ilegal, satánica o robada.

Con angustia Abigail sostenía a las autoridades que el contenido de la caja eran sólo los restos de su hijo Ataulfo a quien no pudo dar sepultura hace años por falta de recursos, y apenas hace poco logró ponerlo en esa bonita caja de madera.
Esperanza en voz baja alcanzó a contar, a toda marcha a su amiga mayor, de la recompensa que ofrecían, para que ésta se esmerara en su intento por evitar ser desposeída del valioso baúl.
La policía insensible como siempre, no se conmovió con la historia. Uno de ellos, el más rudo, abrió la caja y la vació en la alberca comunal, ante los ojos aturdidos de Esperanza quien vio disolverse su único sueño, en las turbias aguas del estanque de aquel inquilinato sórdido.
Una vez se hubo marchado la patrulla, la niña que de esperanza sólo conservaría su nombre, se perdió en su agujero y enroscada como debió haber estado alguna vez en un vientre cualquiera, dejó brotar las lágrimas que solía contener.
Mientras tanto Abigail, presurosa recogió del suelo la fina caja y subió a su habitación con un propósito ya concebido minutos antes: depositaría en ella los restos de su único hijo, Ataulfo, que hace cuatro años su nuera le hizo llegar.

Luego de una mala noche, Abigail puso en marcha el plan con el que pretendía robar expectativas ajenas, aunque le repugnara el acto ideado y lo estimara poco digno de quien, como ella, había vivido siempre con hambre pero con la satisfacción de saberse honrada.
–No hay diferencia alguna entre las cenizas que regaron en la alberca, con éstas que yo puse en la cajita –se dijo a sí misma.
Tenía muy claro que un ser humano sin cuerpo y sin ropaje, queda sin distinción, perfume y abolengo. Y con esa seguridad, poca vista y a paso lento, se fue al Palacio Cardenalicio, frente al marco imponente de la Plaza de Bolívar.
Al llegar tocó muy bajito a la puerta de la sacristía, de la que salió un hombre de tez oscura, apocado y serio.
–Los mercados se reparten por la puerta de atrás y son los viernes, señora –le hizo saber el sacristán.
–Escúcheme señor, no vengo por mercado, nada más supe que buscan unas cenizas, y quiero mi recompensa –dijo Abigail directa y clara.
–Pase usted; haré que la atienda Monseñor. Está muy angustiado por su madre y se hace cruces de imaginar dónde pueda estar –concretó el sacristán emocionado de recuperar lo que de alguna manera él había permitido su extravío.

Abigail, luciendo su ceguera, su edad y su pobreza, logró conmover a Monseñor, a quien entregó el insustituible trozo de su ser querido.
Monseñor, que llevaba cuatro días de duelo por la pérdida de su mamá y dos de angustia por la pérdida de lo que quedaba de ella, llenó de abrazos y gratitud a la anciana menesterosa a quien prometió dotar de todo lo que ella consideró suficiente premio: un trabajo vitalicio en el monasterio, techo, comida y la operación de sus ojos.

Tres meses después, Abigail volvió a la casona para aliviar su conciencia. Buscó a Esperanza y la halló en su fétido chiquero, amamantando con sus pequeños senos a su crío de dos meses, en un entorno de miseria, suciedad y alucinación. La pérdida de la caja de Pandora, la huida de Abigail del caserón y el nacimiento de Steven fueron lo suficiente para que Esperanza se entregara a los vicios de Laureano. Ello aumentó su desventura y el pronóstico de una vida de desdicha para aquel niño desnutrido desde el vientre.
Abigail aprovechó el estado alucinante de la recicladora y le arrebató al bebé de sus brazos, sin que la madre lo notara y, menos aún, objetara el despojo.
La anciana decició hacerlo suyo de ahí en adelante, jurándose así misma que, para pagar su deslealtad, se ocuparía de que Monseñor, creyéndolo nieto de la salvadora de las cenizas, le asegurara a Steven la vida digna que le habría sido inalcanzable hasta ese momento.

...

Sobre la autora:
María Luisa Pieschacón Celis. Nacida en Bogotá en 1956, con treinta años de ejercicio profesional en el campo del Derecho con énfasis en el área de familia. En mi afición por escribir relatos, cuentos y crónicas he incursionado en los siguientes talleres: Escritores.org, en 2006 (tres módulos virtuales trimestrales: Creación literaria, Relato y Redacción y estilo); y Luziérnaga Café Libro, en 2010 (Cuento). El cuento aquí publicado hace parte de la antología "Los Iletrados", proyecto ganador de una de las Becas a la Edición de Antologías de Talleres Literarios del Ministerio de Cultura de Colombia (2011).

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